“Mañana serás uno de los nuestros” (Tomorrow, you´ll be one of us)
¡Cuán poco edificantes son los políticos corruptos! No es solo que metan la mano en el bolsillo ajeno, cual carteristas de cuello blanco, hay algo peor: la codicia por el poder, ese deseo desaforado de que nada se escape a su control. Pero ¿son todos los políticos de la misma calaña, es que no habrá ni siquiera diez justos, como en Sodoma?
Extendida está la opinión de que la política corrompe a la gente buena. Diríase que ciudadanos intachables, en cuanto la fortuna los encumbra a un cargo público, senador, diputado, ministro, o lo que fuere, se olvidan de sus orígenes para acabar como redomados sinvergüenzas. Metamorfosis regresiva de mariposa en gusano. Esta aterradora imagen la expresa la película “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Invasion of Body Snatchers, 1956, del director Don Siegel). El guion, basado en un relato fantástico de Jack Finney, aborda el manido tópico del ataque extraterrestre, pero con una originalidad que quiebra moldes: los alienígenas atraviesan una fase larvaria en forma de repulsivas vainas hasta que se transforman en réplicas exactas de los terrícolas, a los que van eliminando con sistemática minuciosidad. Más que usurpadores de cuerpos son de almas. Nuestro simpático vecino, de la noche a la mañana, se convierte en un enemigo de la especie humana; su familiar rostro, ahora engañosa máscara, queda reducido a un cascarón huero que alberga un asqueroso parásito. A veces da la impresión de que la política contamina como el anillo de Sauron, cuya fuerza siniestra opera una transmutación moral del hombre honrado en canalla infame. Se entiende así la ominosa admonición que encabezaba este artículo: “Ahora serás uno de los nuestros”, implacable vaticinio que pronuncia uno de los invasores en una estremecedora escena reveladora de sus siniestros designios.
La vida es más prosaica que las trepidantes peripecias del celuloide. El problema no son las personas, sino el sistema. La maquinaría institucional de nuestro país no funciona como debiera, pues sus engranajes trituran a los políticos decentes al tiempo que dejan indemnes a los deshonestos.
Buen ejemplo es el gobierno de la Justicia. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), máximo órgano rector de la magistratura española, es elegido en su totalidad por las cámaras legislativas; o, en román paladino, por las camarillas de los partidos políticos que colocan a los suyos donde saben que les conviene. Imaginemos que algún grupo parlamentario, en un inaudito ejercicio de integridad cívica, decidiese no participar en el juego y renunciase al reparto de cromos. ¿Qué sucedería? Muy sencillo, que sus rivales de la bancada contraria, al saberse libres de trabas, sin oposición alguna, acapararían el Consejo, lo ocuparían hasta el último asiento con títeres de su propia cuerda. Dispondrían, de este modo, de un martillo monocolor para machacar a quienes habían sido tan ingenuos para abstenerse de su trozo del pastel.
De ahí ese afán dominador que los impele a colonizar hasta la mas diminuta parcela del espacio público. Si quieres salvar el pellejo, no te queda más remedio que meter las manos en el lodo, mancharse como todos los demás. Los políticos no son criaturas monstruosas llegadas de mundos remotos, son nuestros familiares, amigos, conocidos, no hay nada en ellos intrínsecamente perverso, nacen del mismo pueblo que gobiernan. Lo malo es que unas estructuras jurídicas tóxicas expulsan a los buenos y mantienen a los malos. Sobreviven los peores.
“Señor, por favor, no te enojes conmigo, por hablar tan solo una vez más, ¿Qué pasará si solo encuentras diez justos?” (Génesis, 18:24-32). Patética súplica la de Abraham al Todopoderoso para ablandar su corazón y hacerlo desistir de la implacable condena que calcinaría a la corrupta Sodoma. Pues bien, ni siquiera diez justos había, qué triste. ¿Habrá al menos diez políticos honrados en España? Quién sabe, mejor no exponerse a la cólera divina. Más sencillo es reformar el sistema, de modo que resulten recompensados los mejores, al revés de lo que sucede ahora. Para empezar, bastaría cumplir el artículo el artículo 122 de la Constitución Española, de manera que el CGPJ no quede por completo a merced de los partidos, sino que se reestablezca un sano equilibrio que evite tanto la politización como el corporativismo. No es tan difícil.
¿Y si nos cruzamos de brazos? Querido lector, no le voy a destripar el desenlace de la historia de los ladrones de cuerpos, si bien adelanto que ofrece un destello de esperanza. Según parece, los productores obligaron al director a suavizar una trama que, en su redacción inicial, resultaba demasiado angustiosa. Sin embargo, unos veinte años después, se estrenó otra versión más dura y que no le va a la zaga en maestría, esta vez protagonizada por un soberbio Donald Sutherland. No hay concesiones, el espectador saldrá de la sala derrotado, hundido. Y, con todo, las últimas palabras de su personaje deberían servirnos de inspiración: “I can beat them”. Intentémoslo, qué menos que eso.