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25 Nov 2024
25 Nov 2024
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Officium Defunctorum

Me refiero a nuestra deplorable clase política, que, una vez más, no ha sabido estar a la altura de las circunstancias, desde la vergonzosa e ignominiosa sesión del Congreso, en la que se consumó el asalto a ese ente que debería ser cerrado por no cumplir su finalidad de servicio público, RTVE, hasta las acusaciones entre dirigentes políticos, incapaces de enterrar por unos días el enfrentamiento cainita

Antes de que la estupidez colectiva –y el deseo inconfesable de erradicar nuestras raíces culturales basadas en la tradición cristiana- llevara celebrar la horterada macabra de Jiligüín, la llegada del mes de noviembre estaba asociada a la evocación de nuestros difuntos. El día de Todos los Santos, en un ejercicio de piedad no sólo religiosa sino humana, profundamente humana, nuestros cementerios –etimológicamente, “dormitorios”, la palabra que inventó el cristianismo en lugar de la desesperanzadora “necrópolis”, ciudad de los muertos, en la certeza de la futura resurrección de los mismos- eran abarrotados por gentes de toda condición y edad, que con unas flores, una oración o unas lágrimas transidas de nostalgia y melancolía, hacían memoria de aquellos que nos precedieron, que nos dieron la existencia y que, como una cadena vital, nos enlazaron con nuestro ser colectivo. Al día siguiente, Conmemoración de los Fieles Difuntos, las iglesias se llenaban con la participación en las tres misas seguidas que aún recuerdo de mi ya lejana infancia, tras una noche en la que las candelas encendidas eran una oración luminosa por las ánimas del Purgatorio. Todo ello complementado con unas expresiones culturales que desde la representación del Don Juan Tenorio hasta la degustación de buñuelos o de huesos de santos generaban un patrimonio colectivo inmaterial que reforzaba los lazos de pertenencia a una colectividad con profunda raigambre.

Poco a poco hemos sustituido los buñuelos por calabazas y el recuerdo entrañable de nuestros difuntos por la aberrante mascarada de vampiros, monstruos y brujas. Un cambio antropológico que nos devuelve a una concepción desoladora de la muerte, realidad que, por otro lado, nuestros contemporáneos evitan mostrar o evocar, en la absurda pretensión de que, si no se nombra la cosa, ésta no existe. Cambio que, con la simplona excusa de que era una fiesta para los niños, hemos asumido acríticamente, sin pararnos a analizar lo que tiene de trasfondo y de transformación del modo de entender lo que es el momento definitivo de nuestro devenir.

Sin embargo la muerte, antes o después, de una forma u otra, nos alcanza. En ocasiones, una prolongada enfermedad nos hace conscientes de su llegada irreversible. Pero otras acontece de modo inesperado, brutal, desgarrador. Es lo que hemos visto estos días tras el paso desolador de la DANA, la vieja gota fría de siempre –los cambios de nombre nunca son inocentes-, por nuestras tierras levantinas. Un golpe desolador, que nos ha dejado a todos sin aliento, de una magnitud que con el paso de los días sigue creciendo. Ante las imágenes que se nos han ofrecido sólo cabe la estupefacción, el anonadamiento, la compasión auténtica –esto es, padecer con el otro-, el silencio respetuoso o la oración. Toda la nación se ha visto conmocionada y se ha desbordado en otro torrente impetuoso, el de la solidaridad. Porque a pesar de la suicida manía de autoflagelarnos, España es un país que sabe estar a la altura de las tragedias, somos gentes solidarias, capaces de derramar una generosidad sin límites. Están siendo unos momentos en los que sale lo mejor de nosotros, como sociedad y como personas.

Aunque también sale lo peor. Y no me refiero sólo a quienes, en medio de la desolación, han aprovechado para robar y saquear, no ya alimentos de primera necesidad y subsistencia, que sería comprensible, sino otros bienes como televisores, joyas o vinos caros; no, me refiero a nuestra deplorable clase política, que, una vez más, no ha sabido estar a la altura de las circunstancias, desde la vergonzosa e ignominiosa sesión del Congreso, en la que se consumó el asalto a ese ente que debería ser cerrado por no cumplir su finalidad de servicio público, RTVE, hasta las acusaciones entre dirigentes políticos, incapaces de enterrar por unos días el enfrentamiento cainita. Muchos se sorprenden aún del fenómeno Alvise, pero es perfectamente comprensible entre unos ciudadanos que ven cómo sus representantes se preocupan de cuestiones que no benefician al bienestar de la nación. El olvido de la búsqueda del bien común, del interés general, de la construcción de un futuro –es más importante hablar a todas horas de Franco-, de ilusionar con un proyecto colectivo que agrupe a todos independientemente de su ideología, está minando nuestra democracia, generando el caldo de cultivo adecuado para que antes o después el populismo arrase con todo. Realmente es descorazonador.

Escribo estas líneas mientras escucho el Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria. Una composición sublime, que, a partir de los textos litúrgicos de la misa de difuntos, nos aleja de cualquier concepción oscura de la muerte. La belleza de la polifonía realiza el deseo de fray Luis de León en su Oda a Salinas, nos conduce a las esferas celestes donde todo es paz y armonía, donde por fin el Bien triunfa sobre el Mal y la Belleza se impone frente a la fealdad demoníaca. Victoria hizo, desde su fe en la vida eterna, un canto a la esperanza, a confiar en que la muerte no tiene la última palabra, en que no somos, como en la canción de Kansas, Dust in the Wind ni tampoco el Sein zum Tode con que nos definía Heidegger, sino Seres para la Vida.

Tal vez resulte demasiado tradicional, pero, déjenme que les diga, prefiero, desde la exquisita hermosura de las piezas de Victoria, contemplar el mes de difuntos con la esperanza escatológica del Más Allá gozoso que afrontarlo desde la grotesca caricatura de Jalogüín. Y desde esa convicción recordar no sólo a mis seres queridos sino, y este texto va en homenaje a ellos, a quienes la brutal fuerza de la naturaleza ha arrancado, en Valencia, en Málaga, en Albacete, de entre nosotros. Requiem aeternam

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