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28 Dic 2024
28 Dic 2024
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Actualidad de la cultura de la crisis

La crisis se hace patente en la propia aceleración que, para Jünger, nos sacará de ella

Ningún autor del siglo XX encarna, como Ernst Jünger, la resistencia contra la propia época. Su obra es un talismán que permite salir a conveniencia del terrible curso de la Historia. Su tema, al fin y al cabo, era el exilio interno, que representó a través de los personajes principales de sus novelas: al término de Sobre los acantilados de mármol (1939) y de Heliópolis (1949) se produce una huida, cuando las defensas ceden, para tratar de sobrevivir en otro territorio distinto de aquel donde se encuentra un hogar ya insalvable. Este símbolo, como todos los demás de su obra, no es casual.

Con independencia de los azares de nuestro avatar exterior, la obra de Jünger es, con sus tomos de diarios destacándose sobre lo demás, un llamado a la resistencia interior, cuyo núcleo debe estar orientado más allá de toda contingencia o grado material, puesto que el «corazón aventurero» es aquel que se constituye con el norte puesto en lo eterno. Anclados en lo esencial, como su Lucius de Geer, es como más podemos hacer por defender los «acantilados de mármol» de aquellos «titanes» y bárbaros que pugnan por su asalto: «Lo que hay que hacer no es hablar de tradición, sino crearla».

En ese sentido, creo que la filosofía jüngeriana viene a restituir, paralelamente a la obra de su compatriota Martin Heidegger, una gnosis puramente germánica, si bien no menos universal por ello, que empieza con Wolfram von Eschenbach, continúa con Johann Wolfgang von Goethe y Richard Wagner, sigue con Friedrich Nietzsche y Friedrich Hölderlin, y que culmina con Rainer María Rilke y Hugo von Hofmannsthal hasta terminar de conformar con Oswald Spengler una «cultura de la crisis» que, en realidad, no hace otra cosa que actualizar un conocimiento iniciático para una «tierra del ocaso del ser» (Abendland) donde se empieza anticipar la llegada de un nuevo ciclo.

Nadie puede negar que el «hombre fáustico» es, de por sí, pura «voluntad de poder», una encarnación perfecta de los valores sintetizados bajo la denominación de «nihilismo», sólo que Jünger, en tanto que gran lector y continuador de sus maestros, de los que heredó desde su interés por la botánica y las pequeñas formas de vida a la confianza en toda forma de poesía (en su caso: la novela) como profunda síntesis del pensamiento filosófico y religioso anterior, la figura del «anarca» encarna mejor que ningún otro arquetipo una superación que hoy llamaríamos «aceleracionista» de ese mismo prejuicio.

Este es el principal problema que subyace a toda la obra de Jünger y que él mismo expone en El paso de la línea: «El hombre libre se encuentra en la obligación de preguntarse, aunque no sea más que por salvar su propia vida, cómo se va a comportar en un mundo en el que el nihilismo se ha convertido no sólo en la característica dominante, sino, lo que es peor, en el estado normal. Que una reflexión tal sea en adelante posible, es entonces el primer rasgo de un tiempo mejor, de un alumbramiento, de una visión que alcanza más allá de los dominios de las obsesiones todopoderosas».

Con esto, propone volver a la comprensión cíclica de la Historia, la visión propia de Heródoto, en contraposición a la mirada cerril y unidireccional del hombre moderno, incluido el materialismo histórico del marxista. Jünger es un defensor heroico de valores perdidos, un guardián del crepúsculo que se ha ocupado de la Tradición con mayúsculas sin desmerecer un segundo a los grandes retos y descubrimientos que su tiempo le ha llevado a la puerta. Por eso supo ver, en los años 30, que el futuro de la humanidad pasaba por un abrazo a la técnica otorgado por su figura más futurista y todavía inexplorada: el «trabajador».

Lo importante no es centrarse en un término que erradamente se podría asociar al socialismo de su tiempo, quizás por la importantísima mediación de Ernst Niekisch, sino al concepto que lo acompaña: «A las figuras auténticas se las reconoce en lo siguiente: es a ellas a las que podríamos dedicar la suma de todas nuestras fuerzas, es a ellas a las que podemos rendir la más alta de nuestras veneraciones y es contra ellas contra las que podemos dirigir el más extremado de nuestros odios. Puesto que las figuras albergan dentro del sí el todo, demandan el todo. Y así ocurre que el ser humano, al descubrir su figura, descubre al mismo tiempo su propia misión, su destino; tal descubrimiento lo capacita para el sacrificio, el cual alcanza su expresión más significativa en la ofrenda de la sangre» (Der Arbeiter, 1932).

Sobre el burócrata y el estadístico se eleva la «persona singular», una natural «jerarquía de figuras». Hoy, casi un siglo después de que una noción tan abierta al futuro como la de «trabajador» se apuntalara en unos términos que siguen siendo revolucionarios, podemos afirmar sin lugar a la duda que es esa «cultura de la crisis» integrada por Spengler, Heidegger y el propio Jünger aquello que constituye lo mejor de la época. Porque la tarea jüngeriana, todavía pendiente, consiste en volver a reconciliar lo que al hombre moderno le parece fragmentado: «Idealismo o materialismo: esta es una antítesis propia de espíritus poco limpios, una antítesis propia de espíritus cuya capacidad imaginativa no está a la altura ni de la Idea ni de la Materia».

El nihilismo

La salida de «lo fáustico», del «nihilismo voluntarista», está en una reintegración de la «persona singular» dentro de un mundo donde la técnica y el material humano vuelvan a estar en equilibrio: la figura del «trabajador». Y esa es la línea marcada por Parzival, por la búsqueda de un Grial interior que concilia el principio masculino con el femenino, el realismo con lo onírico, aquello que otro gran pensador de su tiempo, el suizo Carl Gustav Jung, denominó como: «Ánima» y «Ánimus». Porque el mismo dios que nos ha dado el poder de lamentarnos es aquel que vendrá a salvarnos al término de un eón. El culmen de la tan cacareada «transvaloración de todos los valores» es una recuperación del ethos común: ahí es donde se anticipa el paso del protestantismo al catolicismo en Jünger.

Esa verdad interior, que Jünger pretendió custodiar, es la de un realismo heroico y onírico nacido de la guerra, de la destrucción y la anarquía, que busca una libertad nueva para un tiempo nuevo y con una aristocracia meritocrática, por medio de la reivindicación del trabajo ejercido por la «persona singular». Frente al sacrificio demandado por un Poder y una Técnica que entienden al ser humano como un medio y no como un fin, Jünger destaca que los muertos de la IGM perecieron por un significado superior, que se refiere tanto al futuro como a la tradición.

Escribe el alemán: «Cuanto mayor es el cansancio de las personas singulares y de las masas, tanto más grande se vuelve la responsabilidad, la cual es cosa de pocos. No hay salidas, no existen caminos marginales ni vías de retroceso; antes por el contrario, es preciso incrementar el ímpetu y la velocidad en que nos encontramos inmersos. Y ahí es bueno vislumbrar que detrás de los excesos dinámicos de nuestro tiempo hay un centro inmóvil». En eso consistía el cambio de valores: hay que sustituir «la libertad de» por «la libertad para», ya que así lo que demanda el trabajador, con la misma potestad y capacidad de mando que encontramos en una orden caballeresca medieval.

La crisis se hace patente en la propia aceleración que, para Jünger, nos sacará de ella: «La aceleración vertiginosa con que están cambiando no sólo la sociedad y el Estado, sino también la Naturaleza animada y la inanimada, permite sospechar unas causas que no cabe explicar satisfactoriamente ni a partir de la evolución histórica ni tampoco a partir de la evolución humana. Cambian no sólo las relaciones, cambia también el fondo común». Estado o Trabajadores, Sistema o Pueblo, esas son las dicotomías reales en las que aún hoy se juega el futuro de Occidente: con la irrupción histórica de una figura sin miedo a la muerte la cultura de la crisis alcanza su necesario final.

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