En el prólogo de su libro Cuentos de cuentos, José Saramago relata una anécdota que merece ser rescatada, y es que justo después de transcribir la frase “Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada. El testamento de las palabras es infinito”, el portugués, que hizo alusión a ella en un simposio donde intervenía como conferenciante y donde también empleó la máxima que más tarde serviría de título para el libro homónimo, se dio cuenta de que no recordaba con claridad a quien pertenecía la autoría de la misma.
Ataviado de investigador privado, como una suerte de agente de Pinkerton especializado en rastrear viejas páginas de anticuario, un Saramago reconvertido en Sherlock Holmes se lanzó a realizar labores detectivescas entre los tomos de su biblioteca.
Por la rueda de reconocimiento pasaron Quevedo, San Juan de la Cruz, Pessoa… Infructuosamente. El procedimiento se estancó, ya que sin pistas no hay caso, como hubiese mascullado un gendarme; e, inasequible ante la derrota, este hombre tranquilo, de estatura mínima y nada aficionado al deporte, consultó a colegas de gremio, hombres de la cofradía de la cultura, tales como bibliotecarios, archiveros, libreros… Y finalmente, a cualquier hijo de vecino que estuviese en edad no lactante y tuviera la desgracia de cruzarse con él. Era un tipo obsesionado, casi un lunático atravesado por la idea, que tras muchas horas de indagación y premura llegó a una conclusión estúpida, tronchante, genuina: era él, y no otro (ni nadie más) el único autor de la cita, aunque sin la influencia de todos aquellos a los que consideró posibles “culpables” de semejante crimen no habría podido llegar a cavilarla jamás.
(Porque escribir es citar y repetir aquello que ya han dicho otros con más talento y mejor dicción que nosotros: sabia lección, pues, aquella hallada por el rastreador de bibliotecas. Justo ahí: es la memoria de papel; se trata, en definitiva, de la memoria de la literatura.)
La memoria de la literatura
¿Qué significa toda esa búsqueda sin destino y que a la postre redunda en autoconocimiento? Escribió Rafael García Serrano, ese inmenso escritor navarro hoy denostado por la corrección política “progre”, a propósito del suicidio de su admirado Ernest Hemingway, que “la vida está llena de signos misteriosos”; y yo concuerdo con ello, gracias a que tengo la certidumbre íntima de que esto que Jung denominaría, de forma más técnica, como “sincronicidad” es una verdad profunda de naturaleza acausal, y no solo en algunos casos tan ilustres como el genio oriundo de Illinois, sino que, cualquier hijo de vecino que, independientemente de sus creencias y afinidades, se aproxime a indagar en su propia biografía, se topará con extrañas coincidencias hasta en la más consuetudinaria de sus jornadas.
En la vida como antes en los libros (¿o era al contrario?), lo mítico esgrime para interpretar el más nimio acto de nuestras existencias y, por eso, al término de la película Stalker, de Tarkovski, el vaso sobre la mesa se precipita y destroza en pedazos: unos creen que es debido al arribo de un tren, otros pensamos que ha sido el mágico talento de la hija del protagonista, en lo que es una metáfora mayúscula sobre la fe, en esa irrefutable indagación para discernir almas religiosas (de religare o re-ligar), de almas agnósticas (de ag-gnosis o incognoscible), no digamos ya de ateos (de átheos o sin Dios); y puede que fuese el azar, como postulan los descreídos e incrédulos, al que como un arcano desdeñado invocamos para culpar de todo aquello cuya causa desconocemos… Hasta que un día el significado misterioso encarna ante nosotros y se nos revela en forma de iluminación.
El glorioso Lexicón
Hablando de memoria y literatura, no puedo evitar recordar Dante, que al final de su Comedia revela que Dios es un gran libro donde se alberga la memoria, el saber, de Todo… Es decir, de Nada. De una Nada gigantesca a la que venimos para contar cuentos de cuentos, conformando así una gigantesca memoria de papel. Sí, de eso se trata: una idea y de pronto, una idea bajo una luz plomiza similar a la calima. Como si todas las que ha habido, hay y habrá, a pesar de los siglos prófugos, de las culturas postergadas y de los hombres perecederos, hubiesen sido engendradas por el mismo demiurgo inefable. Esa Nada llamada Dios que late, detrás de los acontecimientos, con la apariencia de un profundo abismo. No todo permanece, claro está, en este mudable acontecer, y de esa inmensa vastedad inabarcable para un hombre, ridícula para una divinidad, sólo algunas pocas de cosas merecen ser hereditarias, perennes: se trata de aquellas que, por resultar fundamentales, componen la esencia de lo pasajero, permitiendo así trascenderlo.
(Quien no se sienta a escribir queriendo entrar a formar parte de ese glorioso lexicón, el Todo de una inabarcable memoria de papel que va más allá de la mera casualidad, haciendo gala de esa célebre vanidad secreta que habita en todos los escritores, no merece si quiera el mote de “juntapalabras”, porque aquel que no conciba que sentarse a escribir es sentarse a irradiar la totalidad del mundo, la totalidad de su mundo y de los mundos posibles, es que no entiende el quehacer al que se ha consagrado.)
Todo escritor es un memorialista que en realidad aparece como un prestidigitador de sombras. Su labor chamánica consiste en realizar una amputación tangencial, en hallar para sí mismo y para los demás un infierno recóndito, íntimo y herrumbroso, una herida secreta, lacerante e inicua: es un oficio de tinieblas, pues; que, en escasas ocasiones, permite atisbar una luz: rara vez para uno mismo, en sueños destinada para otros; y una idea, de pronto, una idea: la de que tal vez incluso se pueda decir algo que, atribuyéndoselo a otro, a la postre nos descubra que ese autor desconocido al que citamos es en realidad aquel que una vez fuimos.