Estaban todos allí, mirándome. Yo reconocía todas y cada una de sus caras; de sus acentos; de sus silencios. Era como si les conociera de toda la vida; y toda la vida llevaba esperando ese momento. Aunque tal vez exagero: en realidad lo esperaba desde que mi vida lectora se iniciara con 12 años. Al fin los había congregado en carne de igual forma que, con mucho esfuerzo, había logrado congregarlos antes en el papel. Mi biblioteca encarnada, pues.
Desconocía, y aún desconozco, el nombre real del lugar donde todos aquellos amigos míos —perdonen la vanidad— habitan; pero en mis adentros he optado por llamarlo tiempo sin poetas. Lo he hecho con la firme creencia de que todo aquello que no nombramos tiene la irremisible costumbre de desaparecer. Sabiendo que, en cierto sentido, es en el silencio donde mejor permanece lo que es.
Como es común en la vida, desperté de mi sueño en el momento de mayor placer y promesa de divertimento. Ya no quedaba nadie: sólo yo. Sólo eso. Yo. Y aquel grupo de amigos volvía a quedar encerrado en la exigua forma de mi biblioteca. Nada.
Escribió en alguna parte de sus Cuadernos negros Martín Heidegger que el poeta está condenado a vivir entre dos nadas. Doy por sabido todo aquello del ser-para-la-muerte que el filósofo alemán pergeñó; pero ahora quisiera enfatizar aquella “nada” que Heidegger consideraba como mayor: la nada que sucede al poeta. Aquella nada donde el poeta se desintegra y donde su obra pasa la prueba de fuego de la calidad, que no determina el mercado, ni el éxito de público o crítica, y que hemos dado en llamar, gazmoñamente, como posteridad. Nada.
True detective
Hace ahora una década el escritor Nic Pizzolatto engendró la teleserie más literaria de todos los tiempos: True Detective. Una hazaña capaz de combinar a Lovecraft con Ligotti en la que, a lo largo de tres gloriosas temporadas, y partiendo de una primera edición de difícil parangón en el cine contemporáneo, se marcó un hito imborrable en la memoria de todos sus espectadores.
Apenas diez años después, la cadena responsable del programa, la HBO, ha puesto en manos de Issa López, guionista y directora aún por consagrar, la responsabilidad de comandar una cuarta temporada encabezada por Jodie Foster que se abre con una cita de Robert W. Chambers: «Porque no sabemos qué bestias sueña la noche cuando sus horas se hacen demasiado largas para que incluso Dios permanezca despierto».
La apoteosis
El resultado de todo ello, tras un primer capítulo lleno de ideología WOKE, pero que, aún así, prometía una cierta continuidad con el legado de Pizzolatto es, tras sucesivos episodios de calidad decreciente, una apoteosis de lo peor de las teleseries actuales; y, más aún, un insulto a todos aquellos que una vez amamos la narración televisiva más audaz y original que se ha visto desde la mítica Twin Peaks de David Lynch y Mark Frost. Llamarlo decepción es poco.
Volviendo a mi sueño del principio, anhelo la existencia de un lugar físico como el que he descrito antes: un paisaje donde convivan todos los poetas. No existe tal lugar. Desamparados, para los que amamos la literatura al final nos queda un tiempo sin poetas donde sobrevive su poesía y donde sobrevivirá la poesía hasta que el último de los hombres se pierda en las fauces de un monstruo cuyas dimensiones no son menores a las de las ambiciones de todos los hombres que han vivido y vivirán: algo enorme y desmesurado, que no será nada cuando una noche mucho más fría que el viento polar arrastre toda la conciencia del cosmos hacia el vertedero del olvido.
