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19 Sep 2024
19 Sep 2024
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Obsesión cinéfila

Sin cine a nuestra disposición, pero ya después del cine, en términos puramente cronológicos, nos encontramos arrojados a una realidad más oscura, otro mundo distinto, mucho más pobre en lo espiritual, del que es preferible no saber nada para evitar así que el abismo exterior nos devuelva la mirada en el interior de cada uno

He tenido la suerte, reducida a una capa cada vez menor de la población en la actualidad, de que mi juventud transcurriera en una época anterior a la propagación de los teléfonos móviles y los ordenadores inteligentes. Vivimos en un tiempo donde los discos y las películas suponían poco menos que experiencias religiosas colectivas. Donde “estar a la última” era el decisivo signo generacional, de las distintas generaciones entre cuyos componentes había un conjunto de referentes y hasta ídolos comunes a los que era obligado tributar la más inconmensurable de las devociones fervientes.

Nuestra relación con el cine era febril, patológica, como la que se tiene con una enfermedad o un virus, como una adicción al sueño que nos invita una y otra vez a sumirnos en la oscuridad de nuestras propias imágenes mentales. Hay sueños de los que queremos despertar, aunque decidimos permanecer en ellos porque sentimos un pequeño goce escondido como una perla al final del espanto; otros, en cambio, son placenteros e iluminadores desde el primer momento y no queremos que jamás terminen, aunque al final nos halle el amanecer, intransigente, con el mismo gesto serio de invitación a salir a la realidad que es propio unos padres que impelen a su hijo a ir a la escuela.

Todos los tipos de sueños imaginables estaban escondidos en una única forma de soñar, tal vez la última capaz de hermanar a todos los hombres: el cine. Tanto en el cine que empuja al abismo infernal como aquel que es puerta de la ascensión visionaria; y después llegaron los teléfonos móviles y los ordenadores inteligentes; pero eso, ya digo, fue después. Cuando el cine dejó de importar. Resulta curioso observar como la necesidad de control de los individuos en un mundo cada vez más caótico ha crecido de manera exponencial en los próximos años. Tal vez de nuevo haya que culpar al avance de la tecnología de ello. Sí. Es lo que yo creo. A la genuflexión que esos mismos individuos han decidido hacer ante sus artilugios tecnológicos.

En cualquier caso, es pura vanidad, además de un tipo de ingenuidad nada cándida, eso de pensar que podemos controlar los acontecimientos, que podemos hacer algo con ellos, que todo está programado y que el “éxito” o la “felicidad”, esos dos nuevos ideales religiosos revestidos bajo tintes empresariales de (horror) marketing y coaching, están al alcance de la mano si aprendemos a convertirnos en programadores o emprendedores de la propia vida. Si asumimos que matar los impulsos, refrenar los deseos y amoldar nuestras tendencias ante un patrón estándar de comportamiento homogéneo es un objetivo deseable es porque en el fondo se parte de una base nihilista que asume la Nada como punto de partida y de llegada de la vida. Eliminando con ello todo lo que de poético tiene cualquier existencia.

La teorización frente a la experiencia

En las antípodas de ejercer la propia voluntad sobre el material que la vida pone a nuestra disposición está esa torpe actitud racionalizadora que, mediante la planificación y la normatividad, somete todo lo que es a un conjunto pobre de normas encorsetadas. Los verdaderos artistas, los grandes cineastas, nunca se dejan dominar por tan insulsas tentativas; su fuerza reside en explotar el conflicto, en no tratar de resolver esa tensión interna que pugna por abrirse camino hacia la síntesis constantemente pospuesta, y por eso su actitud en el rodaje siempre se encuentra tan lejana a la que los manuales de cinematografía o los profesores universitarios suelen querer inculcar, salvo honrosas excepciones, a esa banda de jóvenes incautos que tienen por alumnos.

La teorización acaba por desaparecer en el contraste con la experiencia vívida, y aquellos que terminan por olvidar todo aquello que se les distribuyó desde el púlpito académico son los que más tarde casi siempre demuestran tener realmente algo que decir, algo que contar, una mirada digna de ser compartida. Existen dos modelos en el cine que ejemplifican bien esto. Se trata de dos ejemplos que habitualmente se suelen citar como contrarios, pero que para mí resultan complementarios en ciertos aspectos. Cada uno desde su particular forma de concebir el arte.

Estoy hablando de Andréi Tarkovski y de Stanley Kubrick. El ruso, tal y como es descrito por el técnico de fotografía sueco Sven Nykvist, deambulaba de un lado para otro por la escena dejándose invadir por una sugestión poética que le hacía cambiar constantemente pequeños detalles dentro del paisaje; en cambio, el neoyorkino es conocido por repetir hasta la extenuación las escenas, por llevar todo perfectamente planificado al rodaje y, en sus últimos trabajos, por dirigir desde su casa en Inglaterra lo que ocurría en el rodaje a través de una pequeña pantalla. Bajo la aparente oposición de ambos, de Kubrick y de Tarkovski, existe sin embargo una secreta convergencia que siempre me ha fascinado, más allá de las anécdotas pertenecientes a cada cual, y es la vocación de perfección encarnada en sus propias manías personales y artísticas. Eso que, vulgarmente, se suele llamar, tal vez con acierto, “obsesión”.

Si algo caracteriza la relación de los cinéfilos con el cine, es la obsesión. Sin lugar a la duda. Y, quizás, todo lo que hemos perdido en estas últimas décadas no sea otra cosa que esa misma obsesión: ahora que los hombres somos como autómatas sin sentimientos ya no podemos imaginarnos por nada ni amar nada, ni siquiera las películas. Sin embargo, no quiero que esta breve reflexión se entienda simplemente como una elegía; quiere ser, por encima de todo, una celebración de aquello que fue el cine en sus años más gloriosos. Me gustaría que, mientras se pueda, todos los que nos consideramos unos obsesos del cine podamos celebrar que algo así, tan mágico y descomunal, tuviese lugar en el peor de los siglos, en términos de exterminio y destrucción; un arte contemporáneo de Auschiwtz, Hiroshima y Kolimá; de la “movilización total” en su fase más extrema; un modo de operar artísticamente que al mismo tiempo precede y se opone al avance irremisible de la técnica sobre nuestras vidas.

En cierto sentido, la destrucción del cine, su eclipse, no es más que la constatación de la destrucción de lo humano, su sustitución por algo inhumano que viene a completar el viaje de lo natural a lo artificial anticipado por Stanley Kubrick en la cosmovisión de 2001: Una odisea del espacio (1968); o por Andrei Tarkovsky en Solaris (1972). Sin cine a nuestra disposición, pero ya después del cine, en términos puramente cronológicos, nos encontramos arrojados a una realidad más oscura, otro mundo distinto, mucho más pobre en lo espiritual, del que es preferible no saber nada para evitar así que el abismo exterior nos devuelva la mirada en el interior de cada uno.

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