¿Por qué nuestra sociedad secularizada rehúsa mirar al rostro de la muerte? Para el nihilismo imperante, la muerte no es otra cosa que el fin: en el límite de lo físico, de lo terreno, fuera del dominio de la Nada, no resta ya un ápice de Misterio… Al menos a ojos de ese «Último Hombre» fabricado en grandes cantidades por el Kali Yuga. Incluso bajo cierto tipo de devoción fideísta detectamos un enmascaramiento de estas mismas actitudes que atentan de forma frontal contra cualquier tentativa de verdadera trascendencia; y es que tanto el apego a lo material como la desatención por lo espiritual apenas si encubren la presencia omnívora del vacío; aunque es frente a ese vacío materialista se erige la obra inconmensurable de un gran poeta español.
En 1591 Juan de la Cruz agonizaba en Úbeda: allí, en su postrer camastro, pidió que le leyeran fragmentos del Cantar de los cantares; y quizás entonces recordara su propia cita: «Que no sufra compañía de otra criatura»; o puede que atisbara las «ínsulas extrañas» que antes acarició con su escritura. Aunque se suele conocer a Juan de la Cruz como poeta, hay un prosista e incluso un dibujante nada desdeñable coexistiendo con él, donde destaca un hondo pensamiento teológico lleno de heterodoxias que quizás justifiquen su falta de estudio crítico; y, en cuanto a su obra pictórica, basta con remitir al estudio hecho por Salvador Dalí en homenaje al Cristo de Juan de la Cruz.
Como pensador, cabe añadir a lo ya referido apenas unas palabras: «En la naturaleza no hay vacíos»… Cita que revela su interés por el paisaje, motivo por el cual algunos lo han querido emparentar con el panteísmo y hasta con la Cábala. Su célebre máxima «Toda ciencia trascendiendo», conecta con el origen de lo humano, tal y como resuena siglos después en Chesterton: «Los hombres que eran ya hombres, eran al mismo tiempo místicos. Utilizaban elementos primitivos e irracionales como sólo los hombres y los místicos pueden utilizarlos». Y por último, la sucesión «Nada nada nada nada nada nada y aún en el monte nada», que es, de alguna forma, preanuncio de las vanguardias y cuyas resonancias son rastreables hasta la celebérrima cita de Gertrude Stein sobre «la rosa»… Además de sublimación de una senda espiritual, la del Maestro Eckhart y Angelus Silesius, la de Emanuel Swedenborg y Friedrich Hölderlin, de Jakob Böhme, en la que la Nada es una poderosa vía mística de ascensión hacia el Todo.
La profesora Luce López Baralt basa la tesis principal de su obra Asedios a lo indecible (1998) en la influencia musulmana (y más concretamente sufí) sobre la poesía de Juan de la Cruz, argumento que demuestra con solvencia; pero no señala que hay poetas como Ibn Arabi que, según algunos expertos, están, a su vez, influidos por escritores de raigambre clásica como Plotino, que vienen de una tradición grecorromana anterior donde el orfismo cumplía un papel fundamental. En este sentido, cabe resaltar a figuras como la de Proclo, un comentarista de Platón que dio coherencia a las doctrinas místicas, con especial atención al pitagorismo y también al hermetismo.
A esta misma labor se dedicó también Dionisio Areopagita, autor de una Teología mística donde se reflexiona sobre las condiciones del místico de una forma similar a como lo hará Juan de la Cruz después. Así, en los Avisos espirituales utiliza el símil del «pájaro solitario» cuyas condiciones deja bien establecidas: «ha de ser amiga de la soledad y el silencio» para que «que no sufra compañía de otra criatura». Juan de la Cruz es un poeta renacentista, aunque lejos de él quedan contemporáneos como Pierre Ronsard o Pietro Bembo, igual que lejos está el poeta español de la desacralización del lenguaje religioso y del uso del lenguaje amoroso que hacen estos y otros coetáneos. Porque Juan de la Cruz inició una via negationis literaria, mística y hasta ontológica, inaugurando así toda una senda espiritual del conocimiento que parecía olvidada en Occidente, desde donde escribe en el mismo idioma para referirse a los amados y a Dios sin distinguirlos, porque la Amada se transforma en el Amado precisamente por Obra y Gracia de Dios, y en tanto que Dios: «El Padre y yo somos uno» (Juan 10:30).
San Juan de la Cruz es el miembro más destacado de una generación brillante; entre los coetáneos (bien antecesores inmediatos, bien sucesores en continuidad directa), podemos señalar nombres tan ilustres como los de Teresa de Jesús. Del Renacimiento español destacan Luis de Granada, Ignacio de Loyola, Miguel de Molinos, Francisco Suárez o Francisco Osuna… Y entre ellos dista un abismo de particularidades tanto como un hilo férreo de afinidades. El propio Fray Luis de León, que no era un místico, tuvo una gran relevancia como poeta él mismo, además de como comentarista de obras clásicas y como editor de escritores (la citada Santa Teresa de Ávila). El núcleo de todo ello sería una religiosidad que puede ser tildada de: mística.
Para este conjunto de autores la mística es, en oposición al dogma y a la teología, el núcleo de la experiencia religiosa. Pocos pueblos pueden vanagloriarse, como el español, de tener a un poeta como Juan de la Cruz, cuya obra supone un punto de inflexión en la historia de la lírica y, tan cercano a él en el tiempo, a un narrador que supone un punto de inflexión en la narrativa como lo fue Miguel de Cervantes. Porque el cristiano Juan de la Cruz representa para la escuela mística lo mismo que el cristiano Miguel de Cervantes para la escuela de la novelística: un cambio crucial de paradigma. ¿Y qué es la mística sino esa pregunta filosófica por el Ser a la que se accede a través de la escucha? La lógica de la poesía de Juan de la Cruz sigue, en ese sentido, la propia lógica de los sueños: «Descúbreme tu presencia/ y máteme tu vista y hermosura/ mira que la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la presencia y la figura».
El Premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez escribió: «No conozco poesía que exija menos comprensión y esfuerzo para ser gozada»; y es cierto que, más allá de todo comentario filosófico, solo las imágenes y el lenguaje de su poesía justifican la lectura de Juan de la Cruz, que permanece accesible a cualquier lector, más allá del nivel iniciático o profano de su comprensión, al punto de que muchas de sus percepciones acerca de las variantes del espacio y el tiempo en estados de conciencia alterados han sido confirmados después por la ciencia; y es que, más allá de símbolos y metáforas, es uno de los grandes poetas del amor: «Mi Amado, las montañas/ los valles solitarios nemorosos/ las ínsulas extrañas/ los ríos sonoros/ el silbo de los aires amorosos;// La noche sosegada/ en par de los levantes de la aurora/ la música callada/ la soledad sonora/ la cena que recrea y enamora». Es decir, un poeta de Dios.