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4 Jul 2024
4 Jul 2024
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Ser-para-la-muerte: una ontología contra la decadencia

Las tareas vanas a las que consagramos nuestras horas sin más espacio para la reflexión o la meditación, se encargan de distraer a los hombres de lo esencial: la muerte sobre la que se funda nuestra vida

Fotografía de: Istock

T.S. Eliot dejó dicho que el mundo no acabará con un aullido, sino con un susurro. Mucho antes de que ese momento llegue, los humanos habremos desaparecido, dejando atrás un único y casi imperceptible sonido: ese chirrido tenue, casi inaudible, con el que las máquinas velan hoy nuestro sueño. Si no se puede hablar, lo mejor es optar por el silencio. Para a partir de él empezar a actuar. El silencio, como antes la acción, ambas partes complementarias de lo mismo, son el comienzo y el final de toda vida. El resto es palabrería.

La belleza calma los naufragios existenciales mediante la oportunidad perenemente abierta de contemplación. La farmacología y el cientificismo, al reducir dicha experiencia a una serie de procesos bioquímicos, trata de emular el resultado por medio de sus píldoras y ungüentos; pero, a diferencia del espectáculo o la evasión química, la belleza devuelve al sujeto al interior de su propio ser. Incluso ante una capacidad sensitiva mermada al resultar carente de vista, tacto, olfato o gusto, la belleza sigue resplandeciendo puesto que su esencia reside en el interior de quien contempla, de una forma u otra. En la aproximación al vacío que la belleza resiste y adorna, está en nuestra mano una última y aún más perfecta posibilidad: alcanzar un alto grado de familiaridad con la muerte. Llegar a amar la muerte, reconocerse en ella como uno mismo: Nada.

Esa es la esencia de la ontología heideggeriana, el núcleo de toda verdadera filosofía existencial: soy para-la-muerte. Ni en el viaje ni en el amor es posible, estos días, una sola forma de vaciamiento pleno o entrega desinteresada. Despojado de otro ritual que el del consumo, el sujeto contemporáneo asume la imposibilidad de toda trascendencia o relación espiritual con el Otro. El resultado de todo ello es la caída en un profundo abismo nihilista que todo lo anega hasta teñirlo de espesor negro y desazón. La crueldad y el cinismo, el interés egoísta de la razón instrumental, tomarán el hueco antes dejado a la esperanza y al corazón. Ignorar la importancia de los afectos, del espíritu y de la autenticidad es una parte relevante de la renuncia quien se ha asumido frente a un espejo tibio como un autómata.

Las ruinas exteriores han terminado por dominar el universo mental del sujeto contemporáneo. Estamos más lejos que nunca de nuestro centro sacro existencial. No hay otra forma de vida más poderosa de lo divino, en el plano humano, como el Amor; ni siquiera el más excelso Arte humano, la más perfecta operación alquímica o el rastro de Belleza natural más inefable. Solo los amantes sobreviven al paso del tiempo, a la muerte, al vacío, puesto que ellos son un instante eterno de tiempo, una respuesta solvente a la muerte y la esencia que conforma al vacío.  En esta época de Kali Yuga, sin embargo, se ha producido una auténtica guerra de los sexos, una primacía de la tierra y de lo puramente nocturno como elemento encarnado en la diosa Cibeles (A. Duguin), una venganza de la Madre Lunar por tantos siglos perseguida y una involución fatal en los afectos naturales.

La humanidad que nos queda

¿Qué clase de humanidad puede sobrevivir viviendo de espaldas a la agricultura y la ganadería que han alimentado al hombre desde el comienzo de las eras? Por primera vez en la Historia, eso es algo que los hijos del siglo XXI estamos a punto de descubrir, gracias a la propaganda y a las nuevas pseudo-religiones: sustituyendo una alimentación sana, basada en carne y el fruto de los árboles por una dieta formada a base de productos sintéticos fabricados industrialmente. Uno come lo que es: desecho.

Ese sonido nocturno e imperceptible, lleno de ondas invisibles y susurros inaudibles, es un aullido que tiene lugar en la hora del sueño y la quietud atenta de la luna: el ruido de fondo es un sonido blanco que anuncia muerte, sí, pero a través de la venganza de las máquinas sobre la Naturaleza. Es el suyo un estruendo maquinal, de aniquilación y horror, que en el temblor de nuestros desvelos enseguida corremos a ahogar, invocando todos los relatos de progreso que nos han permitido llegar hasta esta época sin terminar de advertir el verdadero peligro oculto entre nuestros trastos cotidianos.

Los hombres se han olvidado de que son libres por naturaleza. Todos los demás problemas emanan nada más que de esto: el nihilismo nos ha llevado a desistir del cultivo de la casa del Ser; y hasta que ese proceso no se revierta, nada mejorará. El olvido del ser es el nombre técnico de una iniquidad cotidiana. Convertido en empresario de sí mismo, el sujeto contemporáneo se ha olvidado de que es un ser-para-la-muerte; ha abandonado la persecución de toda autenticidad existencial, de todo centro sagrado. Ilusamente se sueña inmortal, como inmortal cree que es la cadena de producción a la que estúpidamente consagra su vida. Tiempo al tiempo.

El ser humano nace para la muerte, puesto que todo en la Naturaleza, la vida en su conjunto, es un recordatorio constante de ese ciclo constante de nacimiento y muerte. En la vivencia cotidiana de esa experiencia, despojada de toda ilusión, se forja el aprendizaje de la existencia: de los más cotidianos apuntes a los hechos esenciales de cualquier vida. Aprender a morir es aprender a vivir. Los eremitas, los samuráis, los sacerdotes han guardado esta verdad tradicional y, con su arte y misión, se han dedicado a recordárselo a los demás. Hoy, sin embargo, por culpa de la secularización, esa es una verdad que se ha olvidado. La muerte ha desaparecido de nuestra sociedad. El ruido y la confusión, las formas de vida antinaturales y las tareas vanas a las que consagramos nuestras horas sin más espacio para la reflexión o la meditación, se encargan de distraer a los hombres de lo esencial: la muerte sobre la que se funda nuestra vida

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