Iñigo Errejón, paladín de las causas feministas, defensor de la igualdad y protector de la mujer, ha dimitido. El diputado de Sumar, el mismo que abogó incansablemente por eliminar la presunción de inocencia en los casos de violencia de género, hoy enfrenta acusaciones de la misma índole que tantas veces condenó sin titubeos. Que nadie se engañe: si alguien representa el espíritu del feminismo institucional, ese que trata a los hombres como culpables hasta que se demuestre lo contrario, ese es Errejón. Y ahora, con su dimisión en el centro de las miradas, el guion parece haberse dado la vuelta de la forma más trágica posible. Se enfrenta a la justicia que él mismo ayudó a modelar.
Hace no tanto, cuando en el colegio mayor Elías Ahuja un grupo de estudiantes, en una suerte de broma infantil y mal calculada, entonó cánticos machistas hacia el colegio de al lado, Errejón fue uno de los primeros en exigir una condena pública. No le hizo falta ni contexto ni pruebas de que hubiera algo más que un acto inmaduro detrás de esas palabras; todo era machismo estructural, opresión patriarcal, y a su entender, debía caerles la sanción de inmediato. La simple sospecha bastaba, como siempre ha sido para él en cualquier caso que tenga que ver con violencia de género. “Quien calla, otorga”, decía; “quien no actúa, consiente”.
Pero hoy se encuentra en el otro lado. Irónicamente, le toca saborear el veneno de una justicia que, a ojos de la ideología que él abrazó, no necesita pruebas sólidas para sentenciarlo socialmente. Él mismo, defensor de la idea de que “la duda solo protege al opresor”, se enfrenta ahora a un juicio mediático en el que sus palabras se vuelven contra él. La ironía no podría ser más evidente. Si bien las acusaciones aún carecen de pruebas concluyentes, ya hay quienes lo han condenado en el mismo tribunal mediático que él elevó como modelo de justicia. Lo que se ha sembrado con eslóganes y slogans vacíos, ahora le toca cosecharlo.
La izquierda política, y Errejón como su abanderado, ha promovido un sistema de justicia en el que el hombre acusado no tiene espacio para defenderse sin ser cuestionado por ello. El sistema que tanto defendió hace de la presunción de inocencia un estorbo, un lujo que no pueden permitirse. Y si algo caracteriza la narrativa de género que han alimentado es que el simple hecho de estar acusado ya pesa como sentencia. Hoy Errejón está en la posición de sentir en su piel lo que significa el castigo de una sospecha.
¿Qué quedará, entonces, de ese feminismo que Errejón enarboló? ¿Ese que aboga por condenar sin pruebas, por imponer la verdad de una parte sobre cualquier atisbo de defensa? Quizá ahora, enfrentando la tormenta, Errejón logre entender el peligro de destruir pilares de la justicia como la presunción de inocencia. Quizá aprenda que cuando el sistema se construye sobre condenas automáticas, nadie queda a salvo. Me pregunto si acaso Errejón logrará ahora cuestionar el monstruo que ayudó a crear. Irónicamente, quienes en otro tiempo vitoreaban su defensa incondicional de la mujer ahora lo ven como el enemigo que tanto luchó por erradicar. Tal vez sus palabras, tan solemnes cuando hablaba de culpabilidad sin pruebas, ya no tengan el mismo eco entre quienes zarandeaban junto a él la bandera del linchamiento mediático. Si en su caída aprende el valor de la justicia verdadera, puede que al menos algo bueno salga de esta triste historia.
Es probable que las acusaciones sean ciertas; su dimisión y los rumores persistentes que le han perseguido durante años no apuntan en otra dirección. Pero esa ya no es la cuestión. Errejón ha caído en su propio juego, y ahora ya no importa si es verdad o no. Porque lo que ha ayudado a construir lo ha convertido para siempre en un cadáver político.