Era otra Nochevieja, siete de la tarde, clavados en el bar del bloque. Los últimos clientes nos resistíamos a ir a casa para que no se hiciera muy larga la espera hasta la cena. Los dueños nos miraban apremiando, los más serios empezamos a pagar. Entonces arrancó en una mesa la conocida cantinela, ron-cola en ristre: «Estos que mandan, todo el día jodiendo con lo del cambio climático. ¿Cómo van a parar algo tan grave si no saben controlar el precio del aceite?» No pueden reducir el paro, ni frenar la subida de los alquileres, ni reducir los delitos de un año para otro. Tampoco supieron manejar la gota fría de Valencia, pero tenemos que creer que van a protegernos del cambio climático y que el plan que nos imponen funciona. La dueña, que ya estaba con el bolso y las llaves en la mano, le respondió al señor que genial, pero que ella también tenía una vida y dos kilos de marisco por cocer. Desfilamos, poco a poco, por la puerta.
Volviendo a casa, entre el estallido de los petardos, pensé en cuántas veces habría escuchado ese trillado discurso, dominante en doce meses de triunfo de la antipolítica. Siempre me había parecido una simpleza: que la clase dirigente esté llena de incapaces no significa que debamos renunciar a afrontar los grandes problemas. No sé por qué esta vez, iluminado por el vodka con limón, tomé la premisa en serio: ¿qué pasaría si en 2025 no se permitiera a los políticos hablar de problemas grandes hasta que hubieran logrado solucionar los pequeños? Subiendo las escaleras, me di cuenta de que el conflicto tiene mucho que ver con las cenas navideñas, donde todos presumimos de conocer el enfoque para salvar el mundo pero nadie se ofrece a fregar los platos, como reza el famoso aforismo conservador.
Se puede ver también en nuestras élites políticas, formadas en su mayoría por juristas, sociólogos y politólogos, pero muy pocas veces por trabajadores sociales, enfermeras o madres de tres hijos que los han sacado adelante con dos sueldos de 1.600 euros al mes, o incluso con uno.
Cuanto más viejo me hago, más rechazo me causan las grandes organizaciones supranacionales, con sus valores rimbombantes y su nula rendición de cuentas. Lo mejor de la tecnocracia, desde el punto de vista de sus gestores, es que en caso de fracasar parece que la culpa no es de nadie concreto, solo de unos funcionarios en Bruselas o en Berna a los que nadie pone cara ni nombre. Quizá por eso a nuestros jefes de estado les gusta tanto lucir pines de la Agenda 2030, otro proyecto que si termina por desmoronarse será culpa de todos y de ninguno (como la crisis financiera de 2008 y la pandemia de 2020). Quieren diseñar el mundo desde despachos de lujo, pero en realidad se construye más abajo: no habría Champions sin fútbol base, ni Vaticano sin parroquias, ni Rosalía sin décadas de gitanos roneando y dando palmas en las plazas.
Sentado ya en la mesa, pensé que el plan del borracho no era tan simplón. Hay que empezar por devolver el aceite de oliva virgen a cuatro euros el litro y luego ya sermonear sobre bajar dos grados la temperatura global del planeta. Lo que dijo el señor ebrio tiene conexión directa con la frase que susurraba el ministro Jesús Posada a Aznar en el año 2000: “Más Soria y menos Siria» (nuestros políticos sufren delirios de grandeza y les aburre lo cercano y lo pequeño). Es un dato conocido lo baratos que están los gin-tonics en el bar del Congreso de los Diputados –ese triunfo contra el mercado hay que reconocérselo–. Quizá sea buen momento para invitar a un borracho español aleatorio cada martes y que sus señorías estén obligados a escucharle, empezando por el tipo que bramaba en mi barrio en Nochevieja.