En la mitología romana Jano era el dios de las puertas, así como de los inicios y de los finales. Fue por ello por lo que le dedicaron el primer mes del año, Januarius, de donde proviene, perdida la jota, nuestro enero (en otras lenguas romances se ve más clara la procedencia, como en italiano gennaio, portugués janeiro o francés janvier). Las puertas de su templo permanecían cerradas en tiempos de paz y se abrían cuando Roma estaba en guerra. Era representado con dos caras, una mirando hacia delante y la otra hacia atrás. Es por ello una buena imagen a la que recurrir cuando estamos a punto de concluir este 2024 y comenzar, como siempre con buenos –e incumplibles- propósitos, un nuevo año.
Acompañados, como es tradición, por la inolvidable –al menos para quienes fuimos adolescentes en aquellos libres ochenta- melodía de Mecano, nos disponemos a hacer el balance de lo bueno y malo, antes de escuchar las campanadas de la Puerta del Sol. Sin duda la mayoría tendremos esa sensación agridulce de mezcla de sentimientos encontrados, pues las vivencias habrán dado de sí para casi todo. Tal vez algunos privilegiados puedan sentirse plenamente satisfechos; otros –ojalá pocos- sólo podrán recordar con dolor el año que nos disponemos a despedir. La mayoría, instalados en nuestra aurea mediocritas consideraremos que el balance es razonablemente aceptable, que las malas vivencias se compensan con otras más positivas y agradables. Pero todos, en mayor o menor medida, sentiremos una punzada de nostalgia ante el rápido fluir del tiempo, que como arena de la playa, se escurre entre las manos para no regresar.
También como sociedad evaluamos lo que hemos vivido colectivamente. En nuestra retina pesa dolorosamente lo que hemos visto en Valencia y otros lugares de España a consecuencia de la DANA. La otra gran mácula del año, que como el aceite se va extendiendo inexorablemente, es la corrupción y los escándalos que están acorralando al Gobierno, mientras la nación se suma en una parálisis que nos impide afrontar los graves y urgentes retos que nos amenazan. Tal vez la síntesis más ponderada de lo que ha ocurrido la encontremos en el discurso de Navidad del rey Felipe VI, en el contexto del décimo aniversario del comienzo de su reinado.
Creo que no cabe duda del acierto de haber elegido el Palacio Real como marco del mismo. No se entiende cómo para el acto institucional del monarca que probablemente sea más visto por los españoles no se aproveche adecuadamente el inmenso patrimonio artístico que la monarquía española ha ido creando a lo largo de los siglos, y que, a pesar de los catetos exabruptos en redes sociales de algunos, hay que recordar que pertenece a la nación y no al rey. El espléndido palacio construido por Felipe V en el lugar del incendiado Alcázar de los Austrias nos conecta con lo mejor de nuestra historia de modo más auténtico que el palacete de la Zarzuela, antiguo pabellón de caza de Felipe IV. Si la Corona es tradición, ha de enraizarse plenamente en ese pasado, sin complejos que para nada la acercan más al ciudadano; sin llegar a la pompa de la monarquía británica, se podría recuperar y resaltar un ceremonial y unos ámbitos que dignifican y prestigian a la institución. La cuidada decoración navideña, con el árbol y uno de los belenes de Patrimonio Nacional, junto a la simbólica foto que evocaba la colaboración en las tareas de recuperación tras la DANA, situada al lado de la Constitución y de las banderas de España y Europa, ha enmarcado un discurso en el que hay que resaltar el llamamiento del monarca a buscar el acuerdo en torno a lo esencial que nos une, a que el bien común se siga reflejando con claridad en cualquier discurso o decisión política.
Es esta recuperación de la primacía del bien común urgente en nuestro país. Llevamos demasiado tiempo sometidos al interés partidista de grupos, de personas, de políticos narcisistas, que han olvidado que la sociedad española es plural, que en ella deberían caber todas las ideologías, que quien gobierna lo hace para todos los ciudadanos. La exclusión del que piensa distinto o del adversario político, como quedó de manifiesto en la última boutade del ministro Puente, casi un anuncio del Reich de los mil años, sólo puede acabar en confrontación, algo que los españoles, en su gran mayoría, decidieron superar hace casi cincuenta años. Es preciso buscar consensos para los principales problemas de la nación, desde la inmigración a la preocupante situación de paro juvenil; desde la grave cuestión del invierno demográfico a la falta de sostenibilidad del sistema de pensiones. Tantas y tantas cuestiones que llevan aparcadas desde 2017. No podemos mantener esta ficción de que no pasa nada, porque corremos el riesgo de convertirnos en un espléndido Titanic que acabará sumergido.
No espero de nuestra mediocre, mezquina, egoísta y fatua clase política ninguna reacción positiva al discurso del rey, más allá de algunas palabras protocolarias de elogio, o de las consabidas y previsibles críticas por parte de los nacionalistas y de la ultraizquierda, más basadas en lugares comunes que en un verdadero análisis de las palabras regias. Es urgente –quizá sea mi deseo del Año Nuevo, o el regalo que pida a los Reyes Magos- una profunda renovación de la política española, que debe comenzar con nuevas figuras, políticos que se tomen en serio su papel de servidores de la res publica, que tengan trazas de estadista, pensando a largo plazo y no preocupados por qué dice la demoscopia de cara a las próximas elecciones. Y, junto a ello, pero no menos necesario, un periodismo que sea tal, no una correa de transmisión subvencionada de lo que se diga en Moncloa o Génova.
Quizá sean sólo sueños, pero para eso es Navidad. ¡Feliz 2025!