Escuchar o leer son acciones imprescindibles para aprender, ambas son fuentes de conocimiento, pero no son las únicas. También es preciso querer hablar y expresar ideas, verbalizar una idea ayuda a comprenderla y recluir un pensamiento en la mente solo puede servir para que caiga en el olvido. Claro que no es preciso ser un experto en un tema para poder hablar u opinar sobre él, exigir serlo sería del todo impráctico y nos conduciría a un mundo de silencios donde las conversaciones estarían reservadas a unos pocos. No obstante, y dejando de lado las meras banalidades, querer expresar una opinión sobre un tema sí que tendría que invitarnos a reflexionar sobre él.
Hoy en día contamos con una enorme cantidad de recursos para poder acceder a toda clase de información, son recursos con los que nuestros antepasados no podían ni siquiera soñar. Además, contamos con los medios para poder compartir lo que sabemos y lo que pensamos de forma rápida y sencilla, lo que nos reporta beneficios, pero también es objeto de polémica.
Entre tantas corrientes de pensamiento es sencillo perderse y acabar siendo arrastrado por la marea de ideas de otras personas. Cada vez se vuelve más complicado tener un criterio propio y ser capaz de defender aquello en lo que crees con tus propias palabras. A lo anterior hay que sumar que no se dedica el tiempo suficiente a pensar, ¿para qué hacerlo? Con tanta cantidad de información en circulación es fácil encontrar un artículo o un libro que respalde la primera idea que se te pase por la cabeza, también lo es encontrar a alguien que aplauda lo que dices sin pensárselo dos veces. Igual de fácil es encontrar otros tantos artículos y libros que la contradigan, pero esta parte tiende a omitirse.
El choque de ideas no es algo nuevo, ha existido siempre y seguirá existiendo indefinidamente, por mucho que algunos – siéntase aludido quien guste – se empeñen en silenciar a las voces disidentes. Quien desee expresar su opinión con libertad debe estar también dispuesto a escuchar la de los demás, huir del diálogo con quien piensa distinto conduce a que la mente se estanque. La evolución de las ideas requiere de su intercambio, ahora bien, el debate precisa de respeto y paciencia entre las partes, aptitudes que están en peligro de extinción. Para que un debate sea enriquecedor no se precisa que alguna de las partes intervinientes cambie de opinión, hay numerosas ocasiones en las que esto resulta sencillamente imposible. Es más, un debate puede servir para todo lo contrario, para que cada una de ellas aumente su convicción sobre aquello que define.
Tenemos la tendencia de criticar aquello que no toleramos en nosotros mismos, y entre tanto pensamiento discordante las voces claman: ¡eso es un delito de odio! Hay que tener presente, antes de hacer juicios precipitados, que el odio es un sentimiento y, como tal, no puede definirse con parámetros objetivos, estando permanentemente sujeto a peligrosas interpretaciones y juicios subjetivos. A los amigos de la censura les pesa la libertad de los demás, pero una idea impuesta siempre será una idea débil, al igual que lo será la mente de su impositor.