La historia está repleta de frases, atribuidas a determinados personajes, que se han hecho célebres, pero que, aunque en algunos casos pueden reflejar muy bien la mentalidad del sujeto al que se le atribuyen –véase “L´etat c´est moi” que dicen que dijo, aunque es muy probable que no dijera, Luis XIV- en realidad no pasan de ser invenciones más o menos ingeniosas. Podríamos hacer un elenco bastante abundante de ellas, desde el “yo no envié a mis naves a luchar contra elementos” que se pone en labios de Felipe II, al “eppur si muove” del piadoso Galileo Galilei. Una de las que más fortuna han hecho ha sido la que cuentan que pronunció la reina María Antonieta ante las protestas populares de 1779, nacidas de una de las recurrentes crisis de subsistencias propias del Antiguo Régimen. Ante la falta de harina para elaborar el pan –un alimento básico de las masas populares de la época- estas protestaron ante el palacio; cuando la reina preguntó a sus damas qué era lo que pedían, y estas se lo explicaron, supuestamente María Antonieta respondió “Si no tienen pan, que coman pasteles”. Independientemente de la mala traducción (la frase original sería “Qu’ils mangent de la brioche”, y la brioche no es un pastel, sino un bollo dulce) es dudoso que la soberana, a pesar de la frivolidad que le caracterizaba, hubiera dicho tal cosa. Es cierto que la reina, “la austriaca”, después de una inicial gran popularidad, tras su llegada Versalles siendo una adolescente para desposarse con el delfín, el futuro Luis XVI, pronto recibió un profundo rechazo por parte de la población francesa, particularmente tras el conocido como “el asunto del collar”, un escándalo que afectó no sólo a la reputación de la reina, ya mancillada por los chismes que corrían sobre ella, sino a la propia monarquía, pero ese rechazo se convirtió, tras el estallido de la Revolución, en verdadero odio, que hizo verter sobre la reina, en el proceso que la condujo a la guillotina, toda una serie de acusaciones que quisieron convertirla en una especie de nueva Mesalina o Agripina, una depravada moral capaz de descender a los más terribles abismos.
Sin embargo, María Antonieta, Toinette, no era ni el monstruo depravado que caricaturizaron los revolucionarios ni tampoco la “mártir pura” que la propaganda borbónica tras la restauración de la monarquía con Luis XVIII quiso casi elevar a los altares. María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria, hija de la gran María Teresa, no fue más que una mujer normal, incluso mediocre, que, sin embargo, se vio situada en el drama de la historia, en una tragedia que hizo que, en el momento final de su existencia, sacara lo más extraordinario que albergaba en su interior, oculto por las frivolidades cortesanas de las cortes de Schönbrunn y Versalles. Sólo un escritor con la fina intuición psicológica y la maestría para trazar personajes como Stefan Zweig pudo componer la más profunda y bella biografía de la reina, todo un deleite para el lector y para el amante de la historia.
Pero más allá de los detalles concretos de su actuación, lo que sí cabe resaltar es cómo la reina contribuyó, de un modo ostensible, al descrédito de la monarquía, un desprestigio que culminó con la abolición de la misma, y que tuvo su expresión más dramática con el ajusticiamiento del rey y más tarde el suyo propio en los momentos más exaltados de la Revolución. La consorte real fue clave para que el bonachón Luis XVI perdiera la corona y la cabeza, más allá de las complejidades que condujeron a la reunión de los Estados Generales y la posterior deriva revolucionaria.
Aquí también sabemos de consortes. Y no me refiero a la que es la única y verdadera Primera Dama, la reina Letizia, sino a la consorte monclovita. Aunque no será porque no pretenda ocupar el puesto, o así nos lo muestra con su permanente actividad más allá de lo que sería estrictamente necesario. Porque el paseo por la India (qué distinto al de Paiporta, donde, por cierto, no se la vio) era digno del que hizo la reina Mary acompañando a Jorge V en 1911. O también podemos evocar el fallido besamanos en el Palacio Real, donde hubo que recordar tanto a ella como a su presidencial esposo que quienes saludaban eran los reyes. Con estos ejemplos basta para evocar la actitud del personaje, cada vez más famoso por su “brillante” carrera universitaria sin tener título. Y es aquí donde me viene el recuerdo de la pobre Toinette. Porque sin ella, el bueno y mediocre Luis XVI no hubiera sufrido el profundo descrédito que le costó el trono. Sin comparar tampoco personajes, aunque el afán por el poder absoluto sea similar, creo que a nuestro presidente la consorte le puede costar ese objeto preciado para él, el verdadero y único afán por el que se mueve, el que, quizá después del narcisista amor a sí mismo sea su único amor, el Poder. La consorte es el verdadero talón de Aquiles, el punto débil que puede acabar por destruirlo. Los escándalos, la nefasta gestión de lo ocurrido en Valencia –más allá de las responsabilidades que también quepan exigir al gobierno autonómico y a su presidente-, las continuas mentiras que desdicen descaradamente lo apenas afirmado rotundamente, la almoneda a la que está sometiendo al Estado, parece que no le pasan factura en una España en la que gran parte de la población, sin asumir su verdadera dignidad como ciudadanos exigentes, vota al partido al que se adscribe como fanáticos forofos de un equipo de fútbol. Pero los negocios de la consorte, las continuas informaciones que nos van revelando la magnitud del escándalo, están poniendo en un brete al indignado esposo, que cada día se ve más cercado por la intensa actividad de su pichona. Veremos.