“Picapleitos”, “leguleyos” y otras expresiones aun peores que no me atrevo a reproducir he oído como formas de descalificación contra los abogados. Sin embargo, quiero dejar constancia de que en mi calidad de juez solo les guardo sentimientos de respeto y admiración. Tras la aparente serenidad de los palacios de justicia, se esconde un mundo que tiene mucho de salvaje, pues se libran combates enconados en los que la derrota sale muy cara: el perdedor se arriesga a quedarse sin vivienda, hijos o incluso libertad. En esa vorágine se mueve el letrado, atrapado entre su cliente y el juez, haciendo equilibrios entre las exigencias de la parte a la que representa y las aspiraciones de justicia que le impone la deontología de su profesión. No exagero si digo que he visto casos de heroísmo, en los que el abogado ha llegado a sacrificar sus propios intereses personales para dar salida a situaciones que se habían atascado en un callejón sin salida.
Sea como fuere, después de tanto tiempo uno termina viendo de todo; y no todo bueno. Querido lector, voy a contar un extraño suceso que no sé todavía cómo interpretar. Ayúdeme a entender lo que se escapa a mi comprensión.
Hace unos años, sirviendo mi destino en un juzgado de instrucción, la defensa del procesado recurrió en reforma una resolución que yo había dictado en un procedimiento penal y que le era muy adversa, ya que exteriorizaba indicios de gran peso incriminatorio. Hasta aquí nada que se escape a lo normal. Lo llamativo es que el escrito estaba plagado de improperios contra mi persona. Por ejemplo, se atrevía a decir, sin pelos en la lengua, que la resolución era producto de la “diarrea del juez”. Créase o no, había incluso cosas peores en las interminables páginas de un texto que se me antojaba delirante. Pequeños se quedaban los insultos que reproducía al principio de este artículo. ¿Había perdido la cabeza el letrado o qué? Nótese que la estrategia era aparentemente suicida, porque enemistarse con el juzgador no es precisamente la mejor forma de obtener un pronunciamiento favorable. Claro está, mi instinto me aconsejó no entrar al trapo y contestar de manera muy moderada, haciendo como que no me había percatado de la ristra de invectivas que había vomitado. A partir de ahí todo discurrió sin sobresaltos, no se repitieron los ataques verbales y la causa siguió su curso habitual hacia el órgano de enjuiciamiento. Quizás el perpetrador de semejante libelo había experimentado un mal viaje bajo los efectos de algún potente alucinógeno; o, quien sabe, si es que estaba aquejado de una isquemia transitoria síntoma de un ictus en ciernes. Si es así, espero que su recuperación fuese pronta y sin secuelas.
El incidente me dejó un regusto amargo ya que, por sorprendente que resulte, un pensamiento insidioso me rondaba la cabeza: ¿habría cometido yo alguna injusticia que hubiese suscitado la cólera del letrado, presa de un irrefrenable brote de indignación? Sin embargo, el asunto no ofrecía peculiaridad alguna, era uno de tantos, sin grandes batallas dialécticas ni controversias jurídicas de calado. ¿Cómo explicar lo inexplicable?
Mala fe procesal
Después de hablar con unos y con otros, se me hizo la luz. Muy probablemente todo obedeciese a un plan calculado al detalle. El objetivo sería que yo perdiese los nervios y me rebajase a danzar en un rigodón de ultrajes recíprocos, escenario que le hubiese puesto en bandeja una fácil recusación. Eso sí, tal vez el autor del panfleto hubiese sido sancionado gubernativamente, pero, ¿qué más daba? Se trataba de un despacho acaudalado con medios para pagar ese precio y aun otros más costosos. He aquí un típico ejemplo de mala fe procesal.
Si algún día necesito los servicios de un abogado querré, mejor exigiré, que me defienda con todas sus fuerzas, que no ahorre en recursos dialécticos para ganar el pleito. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta, que rompa las reglas del juego limpio, esto es, que se comporte como un picapleitos, un leguleyo o algo peor. Afortunadamente, la inmensa mayoría de los abogados de nuestro país encarnan un paradigma de decoro profesional, por lo que jamás ahorraré elogios hacia su abnegada labor. Cierto, de higos a brevas, uno se topa con algún ejemplo poco edificante. Pero esos individuos llevan en el pecado la penitencia, van adornados con el sambenito de la trapacería, son despreciados, no sólo por los jueces, sino por sus propios compañeros, que se avergüenzan de sus malas artes. En el fondo me dan lástima, porque llevan grabado en la piel un estigma que los acompañará hasta la jubilación, la muerte, o incluso más allá, pues se convertirán en objeto de anécdotas como la que acabo de contar, que se irán pasando de unas generaciones a otras.
¿Punto y final? Bueno, me corroe la duda de si en ocasiones los jueces no nos comportaremos de modo que despertemos la justa indignación de los letrados. Pero eso es ya otra historia.