El destino de los jueces es ser odiados. Al menos eso es lo que muchos piensan por una razón muy sencilla, casi de Perogrullo: En todo pleito hay dos partes, una que lo gana, otra que sale derrotada. ¿Qué impresión se llevará el perdedor? Desde luego, no que él mismo estuviese equivocado, sino más bien que la culpa fue del juez. Por tanto, su señoría se hace merecedor de la hostilidad, como mínimo, de la mitad de los ciudadanos con los que se tendrá que ver a lo largo de su carrera.
Los jueces también son humanos, no máquinas
Las cosas, sin embargo, resultan más complicadas. Según acreditan estudios como los de sociólogo Toharia, las personas son más comprensivas de lo que imaginamos. La gente sabe cuán difícil es la tarea de los tribunales, que no están equipados con bolas de cristal para escudriñar el futuro, que no poseen facultades de percepción extrasensorial para leer la mente de los embusteros. En realidad, incluso cuando el resultado judicial les es adverso, los litigantes son bastante comprensivos con los juzgadores con tal de que estos se atengan a dos condiciones elementales, a saber: 1) Que los traten con respeto; y 2) Que les expongan las razones de su decisión.
Esto último es lo que se conoce técnicamente como “motivación”. Es decir, dar los motivos que hay detrás del pronunciamiento judicial, comunicar las razones por las que se resolvió en un determinado sentido. En otro artículo de este mismo diario (“Doce Inquisidores sin piedad”) recordaba que no sucede así en algunos países de nuestro entorno cultural. Por ejemplo, en Gran Bretaña o los Estados Unidos, los jurados proclaman la culpabilidad o inocencia del reo sin más, mediante un mero acto de voluntad, como una manifestación de la soberanía popular, sin rebajarse a revelar el porqué de su veredicto. Muy al contrario, el sistema español, al igual que otros herederos del Derecho Romano, encumbra la motivación al nivel de garantía esencial, tanto es así que, sin ella, se considera que los ciudadanos quedan indefensos.
La motivación es la garantía más importante para con el justiciable y la pseudomotivación viene de lejos
Curiosamente, la Inquisición también motivaba sus sentencias por lo que diríase que nuestros vecinos anglosajones, al menos en lo que toca al Derecho, andan muy rezagados, pues en algunos aspectos están anclados en la Edad Media. Merece la pena leer el Malleus Maleficarum (“Martillo de las brujas”), acaso el más célebre de los manuales del Santo Oficio. Redactado allá por el siglo XVI en las brumosas tierras germánicas por los dominicos Kramer y Spengler, es un libro alucinante donde se descubren las malas artes de los adoradores del diablo, tales como conjuros, hechizos y toda suerte de espeluznantes prodigios. Pero, sobre todo, es un tratado de Derecho Procesal que describe al detalle cuál es el procedimiento que ha de observarse antes de mandar a alguien a la hoguera. Por increíble que le parezca al lector, algunas de sus páginas nos resultarán extrañamente familiares, como si sus autores nos hablasen de nosotros mismos, de nuestra práctica forense actual.
Sin ir más lejos, el texto se detiene con obsesiva minuciosidad en la presentación de “modelos”, esto es, propuestas estereotipadas de resoluciones judiciales con espacios en blanco para rellenar en cada caso particular, las cuales se completarán en su momento con los nombres de los intervinientes y demás circunstancias concretas aplicables, como la fecha o el lugar del pleito. Lo mismo que hoy día, aunque ahora esos formularios se guarden en programas informáticos. Yo mismo he visto, cuando empecé a trabajar como juez hace casi veinticinco años, los gruesos volúmenes de solucionarios forenses, encuadernados en papel, que se ponían a disposición de magistrados y abogados por igual.
He aquí un fragmento de esos formularios inquisitoriales:
“Nos (poner nombre del obispo de la ciudad tal o del juez a cuya jurisdicción esté sujeto) habiendo considerado diligentemente que tú (poner lugar y diócesis) fuiste denunciado ante nosotros de herejía (poner aquí de qué herejía se trata) y, habiendo estado dispuestos, como es preceptivo, a informarnos judicialmente de si tú incurriste en la citada herejía objeto de condena, así como a citar e interrogar bajo juramento, a ti y a los testigos, y a hacer lo que haya de hacerse, descendemos a proceder como conviene en estas actuaciones”(235D).
¿Qué nos parece? En principio nada que objetar. Un examen más atento, empero, revela que el inquisidor no se digna a comentar el resultado de las pruebas testificales o de confesión, sino que se contenta con mencionar que se han realizado. Y punto. Es una motivación sólo en apariencia, una pseudomotivación, porque no plasma las razones materiales que lo ha llevado a concluir que el acusado sea autor de los cargos que se le imputaban.
La necesidad de cuidar la Justicia por parte del poder político, más cuidado equivale a más garantías con el justiciable
Por desgracia, hasta hace no mucho los usos forenses españoles incurrían en los mismos vicios merced al truco de la “valoración conjunta de la prueba”, es decir, una fórmula de estilo con la que se pretendía decir todo y no se decía nada, ya que no se entraba a reproducir el iter lógico del razonamiento judicial.
Ojalá el poder político invirtiese más en justicia de modo que los jueces dispusiésemos de tiempo suficiente para dedicar a la motivación de nuestras resoluciones el tiempo que merecen. Seguro que nos odiarían menos. Pero eso es ya otra historia.