Fotografía de: Trámites y requisitos.com
“No estudies demasiado, que te va a salir un tumor cerebral”. Recuerdo haber oído cuando era pequeño un consejo como ese, depositario de una creencia que se hunde en nuestra memoria colectiva. Durante mucho tiempo se imaginó que los sesos, como cualquier otro órgano, se resentirían si eran sometidos a gran presión, como un hueso que se quiebra. El mismísimo Rey Carlos III, que gustaba de leer antes de acostarse, procuraba no hacerlo en demasía para no desarrollar una “neurastenia”.
Esta idea, perseverante como un meme de Dawkins, ha atravesado los siglos hasta germinar en el mundillo judicial. Muchos están persuadidos de que los magistrados de nuestro país acaban un poco tarados por culpa del hercúleo esfuerzo que soportaron para aprenderse el temario de judicaturas. A base de darse cabezazos con los libros, han quedado “sonados”, cuales boxeadores con el cerebro reblandecido por los golpes asestados en el cuadrilátero. Por asombroso que parezca, más de un juez, medio en broma medio en serio, da crédito al tópico. No es de extrañar, entonces, que arremetan contra las oposiciones como sistema de acceso a la judicatura. En cambio, propugnan un modelo más flexible, no basado tanto en el estudio como en la práctica laboral, que abra las puertas de los tribunales, no a los más empollones, sino a los profesionales más dinámicos. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad hay de memorizar miles de folios?
Cuando viajo en avión, disfruto el despegue, ese instante mágico de aerodinámica desobediencia a la ley de la gravedad. Otros, incomprensiblemente para mí, están aterrados ante la idea de un accidente. De nada sirve aclararles que el transporte aéreo es uno de los más seguros debido a los rigurosísimos controles exigidos en todos y cada uno de los vuelos. Es más, los diseñadores de las aeronaves, los ingenieros aeronáuticos, se cuentan entre los técnicos más capaces del mundo, pues arrastran una preparación formidable, tras largos años dedicados al aprendizaje de las ciencias matemáticas y físicas. Por cierto, nunca he oído a nadie quejarse de que tanto estudio les vaya a secar las meninges a nuestros ingenieros, que vayan a terminar neurasténicos. Al contrario, se da por sentado que solo los más formados, no importa cuán grande sea la porción de su vida que hayan sacrificado, asuman responsabilidades en el tráfico aéreo, en la industria nuclear, en la construcción de puentes y caminos, o en la terapia genética. A mí sí que me asustaría surcar los aires en un cacharro que, en vez de la mente de un empollón, hubiese nacido de las fantasías de un profesional más amigo de las relaciones sociales que de los números. Eso sí, muy dinámico él.
¿Y no con los jueces?
¿Por qué no sucede otro tanto con los jueces? En realidad, a su trabajo se le da menos importancia, pese a que su señoría se las vea con asuntos complejísimos en los que debe revisar miles de folios, descifrar densos informes periciales, examinar a decenas de testigos, además de aplicar unas leyes cada vez más numerosas y enrevesadas. Y si del ingeniero depende que no suframos un siniestro, en manos del juez está la defensa de nuestra libertad, patrimonio e incluso el futuro de nuestros hijos. Pero, claro, si para vestir un día la toga es menester pasar la juventud encerrado en una biblioteca, entonces es que está uno loco.
Pero hay otra cosa: la frustración. Muchos carecen de fuerza de voluntad para pasar el trago de las oposiciones, por lo que la única salida para franquear el círculo de los elegidos es bajar el listón, un traje a medida de los menos capaces. Por eso critican con saña el aspecto memorístico del examen, al tiempo que olvidan, o hacen como que olvidan, que también hay que superar un periodo de prácticas en la Escuela Judicial, así como estancias tribunales donde se aprende, de la mano de compañeros experimentados, el oficio de juez antes de empezar a ejercerlo en solitario. Y, si no se fían de lo que digo, hagan una prueba: propóngales a los partidarios de dar al traste con nuestro actual sistema que, a cambio de rebajar el volumen del temario, se introduzcan asignaturas más “dinámicas”. Por ejemplo, alto nivel de matemáticas (para entender los cálculos especializados), conocimiento profundo de idiomas (como el alemán, para leer los textos originales de la doctrina) o análisis financiero experto (para detectar fraudes societarios). ¿Se imaginan cuál sería la respuesta? Es evidente que no estarían de acuerdo, que ellos se referían a menos “estudio” y más “práctica”; o sea, que todo sea más fácil. Se les ve el plumero. Lo peor de esta actitud es el desprecio a quienes están dispuestos a darlo todo por ser los mejores, no solo juristas o científicos, sino campesinos, mineros, funcionarios o cualesquiera otros.
Aunque bien pensado, tal vez lleven algo de razón: a menudo para creer en la justicia hace falta un poco de locura.