La DANA ha golpeado a España como un recordatorio brutal de nuestra vulnerabilidad. Las imágenes hablan por sí solas: pueblos anegados, casas destrozadas y vidas deshechas en cuestión de horas. Pero si esta tragedia quedara solo en la furia del agua, al menos tendríamos una razón, un alivio oscuro en la impotencia ante lo inevitable. Sin embargo, lo que se ha mostrado con brutal claridad es que la catástrofe no es solo climática, sino, sobre todo, política y organizativa. La DANA no ha destruido el país, solo lo ha desnudado.
Cuando las primeras lluvias cayeron, se había dado una alerta roja. Las autoridades avisaron, pero ¿de qué sirve la alarma si nadie la escucha o se la toma en serio? Las previsiones advertían de una DANA fuerte, y aunque nadie puede predecir el alcance exacto, era evidente que no iba a ser una tormenta cualquiera. Sin embargo, la población de las zonas afectadas no parecía tener un sistema de prevención que respondiera con agilidad. No hubo un plan de evacuación efectivo, no hubo una organización que protegiera a las personas más vulnerables, ni siquiera un aviso creíble que pudiera mover a la gente a refugiarse. Vimos a vecinos deambulando por las calles, sin agua, sin mantas, sin un refugio. Todo eso en un país que se jacta de su desarrollo, de su infraestructura y de su capacidad de respuesta.
A la hora de la verdad, el Estado, ese ente que, en teoría, nos protege y garantiza nuestra seguridad, no apareció cuando se le necesitaba. Lo que se vivió en las horas y días posteriores al desastre fue un desfile de ineficacia y, en muchos sentidos, de indiferencia institucional. La intervención del ejército, que tiene en sus filas a miles de personas entrenadas precisamente para estos escenarios, se hizo esperar más de 48 horas. ¿Por qué? ¿Por falta de recursos? ¿Por lentitud burocrática? La respuesta, en el fondo, ya no importa. Lo que importa es que las vidas de miles quedaron en suspenso mientras el gobierno esperaba algo, quizás una orden, quizás una foto.
Las ciudades y pueblos afectados no solo carecieron de ayuda, sino también de protección. Sin presencia suficiente de las fuerzas de seguridad, la desesperación llevó a algunos a organizar patrullas vecinales para proteger lo poco que el agua les había dejado. Nos cuentan los vecinos que se enfrentaron a saqueadores con lo que tenían a mano, palos y piedras, porque cuando todo se pierde, hasta una ventana rota o un puñado de ropa seca se convierte en un botín. Esta imagen, la de ciudadanos defendiéndose entre barro y ruinas, refleja algo más oscuro que la catástrofe natural: muestra el vacío de un Estado que no ha estado a la altura.
Es difícil no sentirse traicionado. Vivimos en un país que consume decenas de miles de millones de euros en impuestos y gestiones, y, sin embargo, cuando ocurre una catástrofe, el ciudadano queda solo, abandonado en el fango. No fue solo la tormenta lo que falló. Fallaron los protocolos, falló la previsión, y falló la respuesta rápida que tantas vidas podría haber salvado o, al menos, protegido. Nos han vendido la idea de que este Estado protector existe, pero, como hemos visto, no siempre lo hace cuando cuenta.
Y aún más: fallaron los valores. Porque, tras las primeras horas de caos, mientras los vecinos intentaban recuperar lo perdido, los saqueos se intensificaban y las promesas políticas se sucedían, muchos representantes del Estado y del gobierno estaban en otro lado. Al otro lado del país, cómodos, sin ningún apuro visible. Mientras la tragedia se desplegaba en toda su crudeza, algunos políticos seguían debatiendo cuestiones irrelevantes y repartiéndose la dirección de medios públicos. Esta es la realidad de un gobierno que dice ser para todos, pero que en los momentos de verdadera necesidad demuestra que sus prioridades están en cualquier parte menos en el bienestar de la ciudadanía.
La tragedia no acaba en los pueblos arrasados. Termina en la conciencia de una nación que, después de ver sus calles convertidas en ríos y sus casas en ruinas, no puede confiar en sus líderes. Lo que nos deja esta DANA es la certeza de que el Estado al que pagamos no está siempre a la altura de sus promesas. Mientras los ciudadanos se enfrentan a las secuelas de una catástrofe que los ha dejado con poco más que barro y desesperación, las autoridades prometen ayuda y reconstrucción. Promesas de siempre, palabras que se dicen en todas las crisis, pero que nunca terminan de materializarse en algo real, algo tangible, algo que devuelva la esperanza. Que se lo digan a nuestros hermanos de La Palma.
No se trata solo de la tragedia de una tormenta; se trata de la tragedia de un país que ha perdido el rumbo y que, en los momentos de crisis, no encuentra en sus dirigentes ni en sus instituciones el apoyo que deberían brindar. A esta DANA no se la recordará solo por el agua que cayó o por los pueblos que arrasó. Se la recordará porque expuso, de una vez por todas, el fracaso de un Estado que, en su ineficacia y en su frialdad, nos dejó solos cuando más lo necesitábamos.
Y fue entonces cuando, ante la desorganización y el desastre institucional, el pueblo se levantó para rescatar al pueblo. Vecinos ayudándose entre sí, haciendo lo que el Estado no fue capaz de hacer. Montando patrullas improvisadas, distribuyendo víveres y hasta custodiando casas y tiendas frente a la amenaza de saqueos. La solidaridad en las calles se volvió la única respuesta efectiva, la única red de seguridad tangible. El vecino tendiéndole la mano al vecino, en una escena que deja claro que, al final, no hay otro salvavidas más fiable que el que uno mismo construye junto a su comunidad.