En Psiquiatría se considera que la fobia es un temor incontrolable ante actos, ideas, objetos o situaciones que la persona sabe absurdo y que está cerca de ser una obsesión. Otra acepción que trae el diccionario es la de aversión exagerada a alguien o a algo. Cualquiera de los dos conceptos, o ambos combinados, podrían aplicarse al curioso fenómeno que hemos visto estos días, tanto en las redes sociales –lo cual no es de extrañar, pues se han convertido en una sentina en la que se albergan muchos de los peores sentimientos de nuestra desquiciada sociedad- como, de una manera sorprendente –bueno, no tanto-, en algunos medios de comunicación aparentemente serios. Me refiero a la ola de odio a lo madrileño y, peor aún, al madrileño, que, aunque se viene constatando desde hace un tiempo, se ha acentuado, curiosamente cuando se abría el debate acerca de la nueva e insolidaria financiación de Cataluña y cuando, de una manera subrepticia, se nos quiere colar, de facto, el modelo federal.
Yo no soy madrileño, pero, como tantos y tantos españoles, no sólo he podido realizar mis estudios en Madrid, sino que he vinculado mi labor docente a universidades madrileñas y, durante bastante tiempo he vivido en la Villa y Corte. Ahora, residiendo de nuevo en mi ciudad natal, echo de menos tantos y tantos buenos momentos pasados en Madrid, las tardes de invierno que cantaba La Oreja de Van Gogh, las visitas a museos y galerías, las horas echadas de charleta en bares, el ambiente cosmopolita y abierto de una ciudad que no tiene nada que envidiar a Londres o Berlín. En Madrid me he sentido acogido, integrado plenamente. He hecho buenos amigos de todas partes de España a los que el viejo poblachón castellano –que no manchego, a pesar de lo que a veces se oye o se escribe- que escogió Felipe II para sede de su Corte, recibe, abraza y hace suyos. Es difícil sentirse extraño en Madrid, pues basta estar en una barra de bar para ponerte a hablar, de lo divino y de lo humano, con quienes están a tu alrededor. Nadie se siente forastero en Madrid, cosa que no me ha ocurrido en Barcelona, sumida en un paletismo decadente que le ha hecho perder esa luminosidad de ciudad libre y avanzada que lucía en los años setenta, cuando allí se concentraba la vida literaria española y podía presumir de una verdadera superioridad cultural. Todo eso ya es historia, y es ahora Madrid donde se encuentra la vida intelectual más interesante de nuestro país.
Por todo ello me parece aberrante, estúpido y terriblemente perverso lo que ha ocurrido. Se ha generado una verdadera corriente de rechazo contra el turista madrileño, que ha llegado a límites de auténtico odio, incluso podríamos definirlo de delictivo. Achacar el menor desarrollo de otras regiones a Madrid es desconocer la dinámica histórica contemporánea, olvidando que durante el franquismo, desde un estado sumamente centralizado, lo que se potenció fue el desarrollo del País Vasco y Cataluña, donde las masas de emigrantes andaluces, extremeños, manchegos, esos a los que ahora se les llama despectivamente colonos, acudieron como obra de mano barata para que las burguesías locales, aliadas con la dictadura -aunque actualmente sus nietos lo oculten desde los cargos que ocupan en las instituciones autonómicas– siguieran enriqueciéndose a costa de dejar sin capital humano a otras zonas del país que ahora se ven amenazadas por la ruptura de la solidaridad entre comunidades por la necesidad, una vez más, del presidente de mantenerse a toda costa en el poder.
Madrid, una comunidad autónoma inventada, ha sabido, sin embargo, desarrollar su economía y convertirse en un polo de atracción nacional e internacional. Su oferta cultural es de las mejores de Europa –basta pensar en el espectacular eje museístico que recorre el eje Prado-Recoletos, desde el Reina Sofía y el de Antropología hasta la Biblioteca Nacional y el Museo Arqueológico-, teatros, cines, librerías; su gastronomía que permite saborear platos de todo el mundo; su masa arbórea convierte a la capital, más allá de tópicos –aunque soy totalmente contrario a esos desiertos de granito que se han puesto de moda en algunas plazas- en una de las más verdes de Europa. La oferta laboral, dependiendo de la mayor o menor cualificación, es grande. Y así podríamos enumerar un largo rosario, aunque obviamente no se trata de ningún paraíso terrenal y son también muchos los problemas que padece. Quizá, si otras comunidades, en lugar de priorizar políticas lingüísticas e identitarias y montar un caro sistema de embajadas se hubieran dedicado a gestionar mejor al servicio de los ciudadanos, no se encontrarían en situación de verdadera decadencia económica. O si no hubieran empleado los recursos en construir complejos sistemas clientelares para mantenerse en el poder.
Levantar muros entre los habitantes de un mismo país no creo que sea ninguna política inteligente. Aunque cada vez hay menos inteligencia en la política española. Generar odios es relativamente fácil, cicatrizar heridas es sumamente costoso. Además, es todo tan burdo que si lo que se pretende es crear una nueva cortina de humo para tapar el escándalo de la ruptura de la solidaridad interterritorial o la transformación constitucional encubierta, creo que ya no sirve, como tampoco para olvidar la situación penal del hermano, la esposa, antiguos ministros y diputados. Es tal la masa putrefacta que se ha venido generando, y de la que cada día sabemos un poco más, que ya no hay alfombras que la oculten.