La democracia nunca ha estado libre de críticas. Sus propios creadores, los clásicos de la antigua Grecia, vieron rápidamente que aquel sistema se degeneraba con una apabullante rapidez y que, si bien era preferible a una tiranía, no por ello dejaba de traer consigo sus propios problemas.
Son problemas que nuestras democracias sufren también hoy día. Explicar las causas por las cuales no voto daría para la redacción de un texto mucho más extenso que esta columna, pero permítanme que dé algunas pistas. En primer lugar, no voto porque no soy demócrata, no creo en la soberanía nacional, sino en la soberanía del individuo. Winston Churchill decía que la democracia era el menos malo de los sistemas de gobierno, pero, ¿por qué hemos aceptado vivir en un mal menor? ¿Por qué no defender el mejor de los sistemas? Cuando votamos no estamos decidiendo cómo queremos vivir nosotros, sino cómo queremos que vivan los demás. Votar es tratar de imponer tu voluntad al colectivo, pero de una forma pacífica, he ahí la ventaja de la democracia.
Votar, aunque sea a la oposición o a un partido “anti-sistema”, es legitimar el sistema democrático. En el momento en el que depositas tu voto estás aceptando las reglas del juego democrático. La única oposición real al sistema es la abstención activa. Cuando digo activa me refiero a que la abstención debe ser por convicción, es decir, que la decisión de no acudir a las urnas la fundamente una cuestión de ideales políticos, no la simple pereza. En España alrededor de un 30% del electorado se abstiene de votar. Son varios los millones de personas que, o bien no aceptan el sistema, o bien no concuerdan con ningún partido, razones que en última instancia vienen a ser la misma. Ese 30% queda siempre continuamente olvidado por unos partidos que no hacen nada por intentar recuperar a esas personas que jamás votan, limitándose a asumir que se escapan de su férreo control. El partido ganador nunca se acuerda de los abstencionistas, y, además, suelen ser los partidos de la oposición los que echan pestes de ellos. Los abstencionistas suelen ser el chivo expiatorio que utiliza la oposición para maquillar sus malos resultados. Y, por si un 30% no les parece suficientemente alarmante, vean los datos de absentismo en las recientes elecciones europeas en las que se ha alcanzado el 51%, ¿acaso la democracia no era el gobierno de la mayoría?
Una de las grandes consecuencias de la degeneración de la democracia es que, conforme avanza el sistema, se va votando “en contra de” y no “a favor de”, es decir, se vota la opción “menos mala” para que no salga otro partido. Esto es tremendamente peligroso porque legitima prácticamente cualquier cosa que haga tu partido, convirtiéndote en un hooligan político. Te puede llegar a cegar tanto que incluso aceptarás mayores escándalos de tu propio partido que del que intentas que no salga. Votar no es un deber, al menos en España. No hay nada menos liberal que obligar a un individuo a participar en un sistema en el que no quiere estar. Hay quien lo considera una herramienta útil y lo respeto, pero considero que hay otras herramientas mucho más eficaces para cambiar la sociedad y que además permiten mantener intacta mi conciencia.
Y, por último, no, yo no soy responsable de que haya ganado cierto partido que a usted no le gusta, el responsable es quién le haya votado. No soy responsable de amplias decisiones colectivas en las que mi voto, como el de cualquier otro, se diluye entre la masa siendo completamente irrelevante.