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29 Dic 2024
29 Dic 2024
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No sé si me explico

La franqueza es algo poco común en el mundo de la crítica cultural. Sin embargo, en su nuevo libro, Carlos Boyero relata su historia sin pelos en la lengua.

Crítica, lo que se dice crítica literaria o cinematográfica en España, la verdad es que no hay demasiada, ni tampoco resulta sencilla de encontrar dentro o fuera de la prensa. Más bien sería conveniente referirnos a publicidad camuflada bajo la forma de textos para solapa (sin serlo) y esbozados a partir de textos para solapa (que, de facto, lo son), si bien claramente no han sido contrastados con el texto o la película original.

Nos venden como conocimiento algo que en verdad es apenas un chanchullo casposo que a todo el mundo parece agradar y que, por las mismas razones, casi nadie parece alcanzar a vislumbrar en su verdadera naturaleza. Dicho en plata: puro amiguismo clientelar, o como lo prefieran denominar: apenas un modus vivendi de gentuza más o menos capaz muy necesitada de pan, lo que quieran, pero algo que no es crítica aunque afirme serlo a bombo y platillo, porque en realidad es un puto negocio regido por los mismos principios que el Casino o la Bolsa:  importa sólo la pasta y nada más que la pasta.

Aquello que antaño era la crítica, cuando las cosas tampoco eran muy distintas (no nos engañemos), aunque sí algo mejores, ha sido sustituido por una coexistencia relativamente pacífica de tres o cuatro “lobbies culturales” (que prefiero no nombrar) muy bien asentados y claramente distinguibles entre sí.

La supuesta crítica actual en realidad responde a los intereses financieros de unos variados conglomerados ideológicos, estéticos o religiosos más o menos mafiosos en su praxis, según el caso, que no se molestan entre ellos casi nunca, pero que pueden llegar a ser bastante agresivos con cualquiera que pretenda entrar en el mundo de “la Cultura” sin pertenecer a sus filas o rendirles antes abierta pleitesía… Porque es así como funciona la cosa… Al menos por estos lares.

Lo demás es verborrea para engañar a los tontos (y a los muy tontos) que prefieren leer una sección cultural a un libro de verdad; porque, además, en España no lee en serio casi nadie; y quizás ese sea, más que cualquier otro, el verdadero problema que vale la pena señalar.

Por lo que, tal y como están las cosas desde hace la friolera de por lo menos 40 años, uno no espera mucho de lo que puedan decir los autodenominados “críticos”; aunque dentro de esa extraña fauna, es verdad que uno destaca sobre los demás, en tanto que rara avis y siempre envuelto en una suerte de aura legendaria: es Carlos Boyero.

Alguien prácticamente jubilado, es cierto, y bien conocido de todos por una razón sencilla y nada despreciable: es el único (o casi) de entre los miles de profesionales en el sector que de veras expresa su opinión sin pensar en los daños mercantiles que una operación así (llamémosle “sinceridad”) acarrea; y, sí, es únicamente por ese nimio detalle que todo el mundo le considera un tipo de lo más extravagante.

Tampoco es que Boyero colabore denodadamente en la tarea de limpiar su imagen de extravagancia: más comedido en el documental que TCM realizó el año pasado sobre su vida, titulado El Crítico (2022), el columnista de ElPaís se ha decidido, tras las críticas recibidas entonces y antes de retirarse definitivamente del negocio, a contarlo todo en un libro de memorias gamberro que se titula No sé si me explico, publicado estos días por la editorial Espasa.

Y ocurre que al leer las Memorias de Boyero, claro está, uno se da cuenta de que el crítico se desparrama en el escándalo página tras página. Sin complejos. Sin perder la sonrisa de cabrón, la mirada del perro de presa.

En No sé si me explico aparecen con recurrencia el alcohol, las putas, el juego, las drogas y el porno, esto es, todo eso que el puritanismo desprecia (aunque dispensa sobradamente por la puerta de atrás) almacenado en cantidades industriales; y seguramente sea por la aparición de esos vicios proscritos (aunque no por ello menos practicados en nuestros días) por lo que Boyero se erige en calidad de enemigo declarado de “la progresía” y las “neofeminsitas”.

La iconoclastia le ha valido a Boyero, como a todo hijo de vecino, la censura en más de una ocasión, como revela abiertamente en su libro: “No hace mucho tiempo me ocurrió de nuevo algo que me lleva persiguiendo toda la vida, en todos los sitios donde he escrito, y que se llama la puñetera censura. No encontré mi columna en el periódico cuando bajé a comprarlo. Se la habían cargado. Al parecer, era ofensiva con el MeToo y otras instituciones intocables. Ya estoy muy mayor para estas movidas. Creo que a estas alturas me he ganado el derecho de poder decir lo que pienso del estado de las cosas”.

Por eso ha decidido contarlo todo ahora: una última forma elegante de mandarlas a todas a la mierda. Boyero, como se acaba de ver, se encuentra lejos de la prédica, hoy tan extendida al gusto de cada lobby particular: y esa es otra diferencia más con sus colegas de profesión, que le miran por encima del hombro al pasar, entre la admiración y el pasmo propio de toda aparición antediluviana.

Entre un crítico que da su opinión sin tapujos (aunque tampoco acaba de justificar muy bien sus palabras) y un gremio entregado a la escritura por dictado (es decir: sin rasgo alguno de estilo o inteligencia) yo prefiero viajar lejos, muy lejos, en el espacio y el tiempo, huyendo así de la maniquea dicotomía (valga el pleonasmo), para mejor abandonarme, a cambio, en esa delicia de lectura que componen las críticas del norteamericano Lester Bangs, cuyo segundo y último volumen ha aparecido hace apenas unos meses en Libros del Kultrum, bajo el excelente título de  Venas al frente, festines de sangre y mal gusto. Un libro auténtico, en tanto que obsoleto, más propio de cuando la gente sabía escribir crítica cultural como si de literatura se tratara.

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