La obra de William Burroughs, cimentada sobre una aproximación al lenguaje entendido como un virus, no se puede entender sin antes pasar por una comprensión profunda de lo que James Joyce quiso hacer con su Ulises (1922), primero, y con el Finnegans Wake (1939), después: una apuesta formal donde los juegos de palabras terminan alcanzando cotas verdaderamente visionarias. Con su obra, Burroughs se propone describir lo inefable, aunando las más altas referencias literarias con un pulp y una subcultura mamados en los más sórdidos recodos de la urbe posmoderna.
El gran invento de Joyce, que Burroughs llevará hasta sus últimas consecuencias, tiene mucho que ver con los grandes descubrimientos científicos, que sustituirán el paradigma newtoniano por uno nuevo; Burroughs va más allá de lo que la ciencia puede alcanzar: después del tiempo y del espacio, por fin le llegará su momento al relativismo del lenguaje, de los argots, fórmulas e idiolectos, donde la lengua cobrará vida propia, fagocitando a su vez la de los propios lectores, hablantes y escribientes. En el fondo, todas esas novelas protagonizadas por moteros homosexuales y adictos al heavy metal no son otra cosa que revisiones contemporáneas de la novela picaresca.
Otra gran influencia para Burroughs será la de H.P. Lovecraft, con quien compartió la amistad de Robert H. Barlow en México, como se puede comprobar leyendo esta cita de Ciudades de la Noche Roja (1981): «En ese momento, conoció su propósito, supo la razón para el sufrimiento, el miedo, el sexo y la muerte. Todo estaba pensado para mantener a los esclavos humanos prisioneros en cuerpos físicos mientras un monstruoso matador ondeaba su paño en el cielo, con la espada lista para asesinar». Para Burroughs, como antes para Lovecraft, el ser humano es poco menos que una alimaña puesta al servicio de una o varias entidades superiores, entre cuyo panteón el autor de El almuerzo desnudo (1959) se permitirá añadir al propio lenguaje.
Para William Blake, «El ojo alterado lo altera todo»; y fruto de esa misma poética subjetivista aparecería el primer escritor beat y hasta «situacionista», el escocés Alexander Trocchi, un patafísico excéntrico y adicto a la heroína, autor de El joven Adán (1954), que plasmó el ambiente social propio de un yonqui desde un realismo extremo que, décadas más tarde, Kathy Acker, la mejor heredera de Burroughs, llevaría a sus últimas consecuencias en su célebre Aborto en la escuela (1984). En las prefiguraciones de Trocchi, en el testimonio de Acker, refulge con toda su fuerza la necesidad social de un arte subversivo y profundamente autobiográfico: «En nuestra época, la escritura que no habla claramente de uno mismo es, en un sentido vital, falsa» (El libro de Caín, 1960).
Partiendo de un sustrato biográfico, Burroughs lo fagocitaba todo; y por eso su obra está dedicada al placer y a la adicción, al consumismo como forma omnívora de estar en el mundo, a imagen y semejanza de un cosmos orgánico que se devora a sí mismo constantemente, tal y como representa la mítica imagen del ouroboros. Burroughs fue, después de Joyce, el escritor más decididamente original y antiburgués que ha dado la ficción contemporánea en lengua inglesa, un novelista que no pretendió hacer carrera ni orientó sus temas o su forma por motivos comerciales, sino que buscó hacerlo por medio de una profunda correspondencia interna entre vida y obra; y nadie, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, ha logrado superarle en ese terreno.
Desde su más temprana adolescencia y hasta su muerte, Burroughs vivió consumiendo y siendo consumido, instalado en una suerte de pobreza desde donde se entregaba a los estados de conciencia alterados por medio de la ingesta desprejuiciada de fármacos y de cuerpos, consagrado al placer de la droga y el sexo… Quizás por esa apertura vital fue que compaginó un desprecio profundo por el Poder establecido junto con una abolición total de toda dicotomía dialéctica y lingüística dentro de su sistema de pensamiento.
Junto al artista Brion Gysin, Burroughs puso en marcha una técnica mágica de creación, deudora de los esfuerzos dadaístas de Hugo Ball y Tristan Tzara, como es el cut-up, una suerte de desmembramiento sublime y orgiástico del lenguaje para destruir viejas exequias y reconstruir nuevos textos renacidos a partir del Caos. Ya desde muy joven implementó un trabajo físico con libros de recortes, una suerte de Pigmalión hodierno que emplea técnicas similares a las del Arte de la Memoria de Giulio Camillo, por cuanto trataba de preservar en su mente un verdadero collage textual formado por infinidad de textos bastardos expurgados de aquí y allá: fragmentos del periódico, fotografías furtivas, recortes de anuncios, paseos meditabundos, apuntes dietarios, citas extraídas de libros… Donde lenguaje, pensamiento e imagen terminaban de confundirse en una única forma material.
Toda esa idiosincrasia particular de la que han nacido no pocas obras maestras del siglo XX, entre las que destaca su trilogía Nova Express, son los juegos conscientes de un mago que busca expandir su conciencia y, para ello, trabaja con el tiempo, el espacio, el lenguaje y la materia que lo envuelve todo, porque Burroughs, a veces delincuente, a veces vagabundo, modificaba la realidad por medio del lenguaje, de un agente externo que a su vez había provocado mutaciones radicales en la percepción humana. Sin el lenguaje parecería que no existe pensamiento, salvo que, en la tradición oriental, existen formas de meditación que tratan de regular el influjo del lenguaje sobre el pensamiento… Sin demasiado éxito. En un intento semejante ha de incluirse la obra de algunos maestros surrealistas como Louis Aragon, René Daumal o André Breton.
Quizás sólo Philip K. Dick, Robert Anton Wilson y J.G. Ballard hayan llegado a trabajar conceptos psicopolíticos y biopolíticos en su obra con la carga de hondura presente en los trabajos de Burroughs, donde encontramos sendas distopías y hasta heterotopías totalitarias donde un todopoderoso estado trabaja junto a importantes empresas multinacionales basadas en la farmacología y la tecnología, conformando un perfecto retrato del mundo en el que vivimos inmersos en el siglo XXI. Su obra es de un profundo realismo, si tenemos en cuenta el contexto histórico esquizoide y enfermo que hace de la totalidad del planeta un gigantesco manicomio estructurado por el célebre esquema vertical del panóptico descrito por Michel Foucault.
Para Burroughs, la medicina forma parte de un constructo burocrático mayor que busca volvernos adictos a sus programas de salud pública; y mientras la verdadera curación se encuentra perseguida por la ley, proscrita por la moral pública. La sociedad establecida y la sociedad subversiva, en ese punto, resultan más parecidas de lo que les gustaría reconocer: la Interzona imaginada por Burroughs desde su voluntario exilio en un cautivador Tánger, patria internacional de los weirds y los desarraigados, es uno de los más acertados retratos del tecnocapitalismo, en tanto que paisaje devastado, intermedio, de transición, un lugar mágico y robótico, puramente apocalíptico y al tiempo cotidiano.
Como mago del lenguaje y de las imágenes, creador de un idioma único y de unas escenas atemporales, Burroughs se erigió como un defensor de la libertad en una época donde la colonización de la mente, el uso político de la neolengua y la distorsión de la realidad por medio de la técnica y los estupefacientes se han incrustado plenamente en el trasiego diario. La lucha por el futuro tiene su eje en la lucha por el control y la comunicación en el seno de la sociedad humana; y por eso decimos que sólo la literatura al estilo de Burroughs y sus continuadores puede estructurar un relato mínimamente coherente para explicar las sucesivas tramas que, a cada día, desarrolla la hiperrealidad.