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28 Abr 2024
28 Abr 2024
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Un cigarrillo a la salud de Harry Dean Stanton

No lo duden: la impostura es el primer dogma de toda corrección. Y la ideología no es otra cosa que el barniz.

Creo haber detectado entre los autodenominados “políticamente incorrectos” un error tan extendido como en los supuestos “correctos” que en el mundo han sido y son: el moralismo. Con sus derivados más inevitables: falta de autenticidad. Hipocresía. Y la pasión por censurar, por todo tipo de censura e impostura, también aquella perpetrada en nombre de la supuesta incorrección.

Este verano, a la salida de una comida en pleno campo, el maestro Dalmacio Negro me preguntó: “¿Fuma usted?”; y ante mi negativa añadió algo así como: “Una pena. Es el vicio de los incorrectos”.

Conozco gente, gente joven y puede que hasta en algún caso inteligente, a la que le ha dado en algún momento u otro de estos años tan complicados que nos han tocado en suerte por someterse a alguna variedad de servidumbre voluntaria, tan servidumbre y tan voluntaria como la de los otros, los “correctos”. No lo duden: la impostura es el primer dogma de toda corrección. Y la ideología no es otra cosa que el barniz.

A punto de fumar un cigarro

Aunque reconozco que estuve a punto de fumarme un pitillo en honor a Don Dalmacio. Por aquellas mismas fechas habías visto, por recomendación de mi amigo Willy, una de esas extrañas películas, a la vez grandes y discretas, que pasan desapercibidas por la cartelera y son igualmente ignoradas por esa pequeña mafia de publicistas paniaguados, los críticos.

Lucky (2017) fue la última película protagonizada por el gran actor Harry Dean Stanton, sobre todo conocido por sus papeles de secundario en innumerables clásicos de Hollywood. La película va de eso, de nada, es decir: de la vida misma.

Un tipo interpretado por el cineasta David Lynch pierde un galápago al que vemos arrastrarse por el desierto igual que caminará el propio Dean Stanton al final de la película. Y también hay mucha gente rara del desierto con la que se cruza el protagonista, ese hombre cansado, viejo y enfermo, en su monótono día a día.

Todo lo que pasa en la pantalla es banal y pronto será pasto del olvido. Lo que importa es el ritmo con el que los acontecimientos transcurren y la presencia de Dean Stanton en el metraje. Importa la mirada, un poco como cansada y vieja también, con la que la cámara capta la vida perderse en el vertedero del tiempo.

Lucky es un tipo auténtico atrapado en una sociedad de robots. Vive en el culo del mundo, y lo peor es que no le queda mucho por hacer. De alguna forma podría ser el protagonista de El imperio del sol (1987) o de Los cuatrocientos golpes (1959), suponiendo que cualquiera de esos dos niños raros hubiera llegado a viejo, lo que es bastante improbable.

El cine no es mucho: el rostro de Jean-Pierre Leaud de niño o el de Harry Dean Stanton de viejo, porque el cine es más que nunca cine cuando nos dedica un primer plano prístino e irrefutable del fracaso. Y eso es algo que, desde todos los centros y academias consagrados al séptimo arte, se ignora vocacionalmente.

El hilo argumental de Lucky es tan intrascendente que el instante decisivo transcurre en una escena donde Dean Stanton amenaza con encenderse un cigarrillo en un bar mientras todo el mundo le pide al alimón que no lo haga.

Encenderse un buen cigarro

Por supuesto que se lo enciende y, como el galápago, después de eso se marcha: vagar es lo natural. El movimiento, el flujo, el arraigo presente en lo que se extravía. Y de vez en cuando imponer la voluntad desde esa nada constituyente a la que llamamos libertad; desde esa libertad opresora que nos reconforta mostrándonos la belleza de la nada cuando las cosas vienen mal dadas.

Encenderlo o no encenderlo: de eso se trata. Todo. Nada. La puta vida. Y ese despojarse al que llamamos libertad. Cuando vienen mal dadas y no queda otra cosa, en el viaje al fin de la noche que marcha en huida hacia delante, sólo se puede hacer la propia voluntad en la que los fracasados somos más ganadores que el más afortunado de los apostadores a la ruleta de la vida. Dalmacio Negro, por supuesto, tenía razón: nunca es tarde para un cigarrillo.

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