A la desaparición de la moral común y de la concepción religiosa de lo sacro en Occidente se sumó un tercer revés de magnitud semejante con el paso del siglo XIX al XX: la clausura de la tragedia. Pulverizada toda tensión con un límite superior, la existencia pierde su rumbo, adquiere levedad, se sumerge en el terreno de lo cómico, sustituyendo el pathos por la cualidad de lo grotesco, avanzando así hacia una realidad abiertamente irreal, la farsa distorsionadora del kitsch, sin pie sólido en el que arraigar un ethos: «Si viviéramos con sencillez, ateniéndonos a la realidad, como por fuerza tenía que hacer el hombre primitivo, las cosas nos irían mejor. Estamos hechos para eso. La naturaleza es muy poco romántica. Somos nosotros los que proyectamos nuestro romanticismo en ella, cayendo así en una actitud falsa, en un espejismo egoísta».
Son las palabras de James Joyce, autor de la más grande tragicomedia del siglo XX, completando un trabajo iniciado con Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759) o Bouvard y Pécuchet (1881). En Ulises (1922) se cuenta la historia de un judío-irlandés desarraigado de su tradición, el celebérrimo Leopold Bloom, desde que abandona a su mujer en la cama, la católica Molly, a primera hora de la mañana, hasta que se entrega a una lúbrica siesta de media-tarde en la playa, dominada por el simbolismo de lo acuático, pasando por una visita a un periódico, a un bar y al cementerio, para después acompañar a su amigo Stephen Dedalus, alter-ego del propio autor, a un barrio entregado a la prostitución y al juego, con la caída del sol y antes de su regreso a casa, donde encontrará a su esposa infiel y lasciva (lo opuesto de la Penélope original) abandonada a un monólogo de conciencia sin aparente orden ni una puntuación convencional, con el que concluye la obra.
Se trata de una sinopsis oscura tomada sin ningún tipo de aditamento; lo cierto es que se entiende muy poco del enigmático libro de Joyce, que parece escrito más para inaugurar el próximo ciclo de la Historia que para este nuestro que se extingue a marchas cada vez más forzadas. El «héroe» Dedalus era el pseudónimo empleado por Joyce en su juventud, como supo ver Ezra Pound, más tarde destinado a protagonizar Retrato del artista adolescente (1917), obra que certifica la muerte de lo absoluto, al tiempo que manifiesta la evidente simpatía del autor por el espíritu sin por ello desviarse del radical rechazo de la religión, y donde lo femenino, elemento hasta ese momento reprimido en Occidente, aparece en la obra del irlandés para tratar de redimir al mundo de su aciago Destino… No por fatal más trágico.
¿Es posible el regreso a casa cuando Ítaca ha degenerado en «Tierra Baldía»? En Retrato del artista adolescente, Joyce ensaya una crítica nietzscheana al cristianismo y su posterior secularización, dos variaciones sobre el mismo mal universalista. También se traza un elogio de la realidad sobre el idealismo neurótico; y se erige toda una exaltación a la belleza entendida como existencia redimida en una alta conciencia estética, donde la vida y el arte son tomados como sinónimos de una misma entrega al espíritu, una expresión libre de la voluntad: es en esas páginas donde nace una inconfundible estética de la epifanía, de la iluminación, apertura de lo sacro a partir de lo microscópico que irradia su plenitud sobre lo cotidiano, y donde el Ulises se eleva a modo de necesario epítome, un compendio portátil de la cultura occidental.
Leopold Bloom no es un Jesucristo ni un Fausto, entendidos estos personajes como arquetipos fundamentales del universalismo, puesto que se destaca en tanto que inversión sensual de Odiseo: su grisura, su intrascendencia y su particular relación con el principio femenino sirven para religarlo a Joseph K, el célebre personaje que Franz Kafka delineó en el mismo período de la Historia de la Literatura, con la publicación póstuma de su novela El proceso (1925). Bloom, un yo moderno y «compuesto de multitudes», muta a cada instante de la novela que protagoniza: su personalidad es un interrogante abierto, enigma más profundo que el «hombre sin atributos», más inhóspito que quien vive obsesionado con la búsqueda del «tiempo perdido», atravesado por la tensión entre pluralidad e identidad, entre multiplicidad y personalidad.
Joyce es un demiurgo: su embrujo evita a los lectores la caída en el tiempo. El secreto de su novela está situado más allá del flujo, puede trascender los acontecimientos, el azar y la entropía por cuanto expone las secretas y muy sutiles convergencias existentes entre el macro y el microcosmos. La narrativa de Joyce, a diferencia de la de sus contemporáneos, es mágica: no orbita en torno a la trama, sino a la alquimia que cohesiona una variedad de yoes, que entrega al espíritu todo un gabinete inacabable de máscaras, haciendo que la inteligibilidad de la existencia nos remita, por necesidad, a una esencia todavía más honda, liberándonos así del mero fluir al que estamos abocados. Con la alquimia joyceana es que por fin se pone punto final a la tiranía de Cronos, al paradigma científico del Progreso, al despótico mando de un reloj que busca aprisionarnos en la materia.
El paradigma científico tiene, por naturaleza, una cosmovisión sesgada: el racionalismo extremo. El concepto dialéctico de Progreso, presente en G.W.F. Hegel y Karl Marx, que critica toda noción asociada al Kairós o tiempo sagrado, por singularizar algo que, desde la visión esotérica de Kronos debe ser abierto por naturaleza, acaba derivando en una cultura universalista: cristiana primero, utópica después, que alcanza en Jean-Jacques Rousseau su quintaesencia, y que después nos lleva directos, en el tiempo dominado por la radio, la televisión, la Internet, la Inteligencia Artificial… A un modelo presente tanto en la fenecida URSS como en la todavía incólume USA, exportado al resto de la humanidad occidental. El resultado de esa involución que toma a la existencia por la esencia es la atomización, la incomunicación, el aislamiento, la vida puramente moderna que Joyce en la narrativa, igual que Martin Heidegger en la filosofía o Wolfgang Pauli en la física, ha dinamitado desde dentro.
Ese mismo paradigma racional-cientificista que se ha desbocado por culpa de la ausencia de tragedia, a consecuencia de una desmedida hybris desgajada de lo sagrado, generando al «hombre nuevo» soviético o consumista, chino o estadounidense, promueve la erradicación de la realidad, la sublimación de la dialéctica y del dogma en nuestras vidas, el triunfo de la centrifugación vital en nombre de la Idea, con un constructo lógico y formal que sólo la literatura puede desarticular. Empleando la épica de lo cotidiano, Joyce realiza toda una transmutación de los materiales, encarna con su Ulises un hechizo del ser, religando aquello que le parece disperso al hombre moderno: placer y dolor; y aunque Robert Musil y Marcel Proust ensayan nuevas comprensiones para tratar de aprehender el mundo, sólo Joyce destila la necesidad de reinventar el tiempo para que la representación de la realidad triunfe sobre la ideología.
Hasta la publicación del Ulises, el hombre moderno despunta como puro dato o pura percepción, una masa que oscila entre dos mitades disociadas, racionalismo e irracionalismo, escindidas entre la explotación de uno mismo y la aniquilación de todo aquello que no puede ser integrado por el ego. Joyce no agota nada, sino que, elevando a Molly a la categoría de una voluptuosa diosa de la fertilidad, una Isis, Innana, Astarté o Venus, planta la simiente del próximo eón que ha de venir. Destaca, por lo tanto, como conspicuo Agente del Caos: artista consagrado a la resignificación del mundo, de la existencia, regenerados por medio de la experiencia, a través del arte de las palabras y el lenguaje, de la literatura, de esa extraña y arcana matemática de la permutación que sólo está alcance de una minoría selecta.